martes, 4 de septiembre de 2012

En el parque Zhongshan



Jueves, 26 de abril


            Bajo un cielo tamizado por una cortina gris me  encamino una mañana más a la facultad. La falta de oxígeno, el murmullo sempiterno de los coches, las motos electrónicas con sus cláxones estridentes, y la multitud con su rápido caminar me señalan que el día estará  pleno de cotidianeidad. Las clases transcurren entre el esfuerzo y el interés con que mis alumnos toman notas, consultan  sus tabletas electrónicas  y preguntan sus dudas. La sorpresa llega al finalizar la última hora, cuando se me acerca una de las estudiantes con una carpeta en la mano. Quiere saber si me gusta la música clásica. Le digo que sí, que me fascina, aunque unos compositores más que otros. Entonces extrae  de su carpeta dos tiques y me comenta que suele asistir a los conciertos del Auditorio  del Palacio Imperial pero que esta tarde le resultará imposible acudir. Me presta sus abonos.



            Ángel Padilla Crespo es uno de los más grandes arpistas del mundo, galardonado en España con premios tan prestigiosos como el Andrés Segovia o el José Miguel Ruiz Morales. Nacido en México D.F. recibió una beca por nuestro gobierno para seguir un curso impartido por Zabaleta en 1988. Con motivo del cuarenta aniversario del establecimiento de las relaciones entre México y China, la embajada mexicana decidió celebrarlo de la mejor forma posible, invitando a uno de sus genios musicales a la república del dragón. Sin embargo, antes de poder gozar la magia del recital, debo resolver una pequeña e importante intendencia: encontrar el edificio donde los Albéniz, Granados, Guridi o Halffter adquirirán protagonismo esta noche.
            Por el camino, voy recordando todas las instrucciones que me ha dado Yang para poder entrar. En primer lugar, el Auditorio se encuentra dentro de los jardines del parque Zhongshan, entre la plaza de Tianamen y la Ciudad Prohibida. Una discreta puerta, apenas perceptible por el visitante, permanece abierta bajo la mirada atenta de los guardas. Al entrar, debo mostrar las entradas, y así no tengo que pagar la tarifa normal por visitar el parque. Después, entre una alfombra de tulipanes y surfinias perfectamente peinados,  debo seguir el sendero que me llevará directamente al Auditorio del Palacio Imperial. Una vez allí, hay que acudir a la parte trasera, buscar las ventanillas, entregar los abonos, y además, una carta donde se explica que voy en representación de la propietaria de los mismos. Entonces me entregarán las entradas con el asiento asignado. 




         
         Entrar en el primer parque público de Pekín es dejarse deslumbrar por la belleza y el buen cuidado que le asiste. Son veintitrés hectáreas de flores, árboles, caminos sinuosos, templos y finalmente el auditorio. Lugar perfecto para combinar la armonía de la música y el silencio de la naturaleza domeñada por el hombre. Este parque, al igual que el resto de los de Pekín pertenecía a los emperadores. Diseñado por vez primera en el siglo IX guardaba en sí el Templo de la Prosperidad Nacional, donde los emperadores y principales del estado le rendían tributo. Durante la  dinastía Yuan añadió a su antiguo nombre el de Templo de la Longevidad.  En 1420 el jardín se enriqueció con los altares dedicados a los dioses de la Tierra y el Grano, y desde esa fecha hasta el final del imperio en 1911, los sucesivos Hijos del Cielo les veneraron. En 1925 pasó a ser jardín público con el nombre del primer presidente de la república, Zhongshan. Con su jardín de “flores fragantes”, el invernadero o sus pérgolas, este enclave histórico ha sido incluido en la lista de las reliquias nacionales chinas. Al leer en el panel informativo el nombre de Templo de la Longevidad me pregunto si será el mismo del que Der Ling hablaba en su obra Dos años en la Ciudad Prohibida. En este pasaje narraba cómo la Emperatriz Viuda se detenía en este templo a descansar cuando se trasladaba de un palacio a otro:

 "Nos apeamos y comenzamos a preparar el té y los dulces de Su Majestad. Fui para ayudarla a descender del palanquín y le di el brazo para subir la escalinata. Se sentó en el trono, pusimos ante ella una mesa y mi hermana le sirvió el té; pues era costumbre que al salir o durante las fiestas le sirviésemos nosotras en lugar de los eunucos.
Pusimos ante ella los platillos con los dulces y chucherías que tanto le agradaban, y luego nos retiramos a descansar. Su Majestad se detenía siempre en este templo cuando iba desde el Palacio de Verano a la Ciudad Prohibida".

       
          Sin embargo, no puede ser el mismo. El templo donde hacía escala la emperatriz Tzu Hsi distaba una hora a pie del Palacio Imperial. Creo que la princesa china se refería al Templo Wanshou o como ella misma escribe Uan Shou Si y que ahora es el Museo de Arte de Pekín, sito en el Tercer Anillo Noroeste. Además, el templo de la Prosperidad Nacional es varios siglos anterior al Templo Wanshou. Este último fue eregido en 1577 bajo el mandato del emperador Wanli (dinastía Ming) mientras que el primero recibió el título de Templo de la Longevidad durante la dinastía Yuan, entre 1279 y 1368. La similitud de nombres es un hecho que me causa confusión, máxime si en la misma ciudad dos templos se designan de igual forma. 
           La experiencia de estos meses en China me ayuda a entrar en el Jardín sin más problemas. Si tienes la documentación clara, lo mejor que uno puede hacer es guardar silencio, y esperar un tiempo prudencial a que el funcionario asimile la información. Luego, recoges tus papeles, das las gracias y te vas tranquilamente. Más difícil fue hacerme entender con la responsable de los abonos. Me miraba, leía la carta, preguntaba, y al final decidí responder con lo poco que sabía de chino: tué, es decir, sí. Cada vez que me interrogaba decía "tué", y así, tras varios "tués" sin saber qué estaba respondiendo conseguí que me diesen las entradas sin mayor inconveniente.


             
       
          El auditorio del Palacio Imperial es un edificio de tamaño medio, elegante, diseñado en madera, muy similar a los auditorios occidentales. Dentro de sus muros nada hace pensar que estoy en Pekín; más bien podría ubicarme en cualquier ciudad europea con un buen auditorio. El programa elegido por el señor Padilla no puede ser más certero ni más latino. Desde Lucas Ruiz de Ribayaz, a Antonio Cabezón, Mateo e Isaac Albéniz, Enrique Granados, hasta finalizar con Jesús Guridi y Ernesto Halffter entre otros. Todo un guiño a nuestra música y también un homenaje a China. Entre las piezas españolas y mexicanas el arpista incluyó la famosa canción Liu Yang He compuesta por Tang Biguang y Xu Shuhua en 1950. Rinde homenaje al río Liuyang y al cercano pueblo de Saoshan donde nació Mao.

        
         Hipnotizada por la música y la calma del jardín intento conseguir un taxi en la plaza de Tianamen. Hazaña imposible. Toda la plaza y alrededores están vallados, impidiendo que el peatón pueda cruzar de un lado a otro. Comienzo a caminar mientras observo los ocho carriles con que cuenta cada dirección. De noche, con un tráfico más fluido, Tianamen se hace más grande de lo que ya es. Después de caminar media hora me encuentro con una parada de taxis, pero como es habitual, intentan cobrarme mucho más de lo que cuesta la tarifa habitual. Sigo mi camino, mientras busco atenta uno que circule y pueda parar sobre la marcha. Ninguno lo hace. La vía principal que atraviesa el corazón de Pekín está llena de cámaras, y los conductores que se detengan podrían ser multados. Sigo caminando, intentando alejarme de esta zona llena de militares donde el control de seguridad llega a ser incómodo. En cuanto veo un coche amarillo, les llamo desde la acera, pero me siguen ignorando. No es la primera vez que esto ocurre. Coger un taxi en Pekín sigue siendo aún una aventura. Primero, porque quieran llevarte. Segundo, porque puedan leer la dirección escrita y saber dónde está. Que nadie se lleve a engaño: los taxistas pequineses no hablan otro idioma que no sea chino mandarín. Después de caminar inútilmente más de una hora, me decido a coger el metro. El día ha sido muy largo, y lo que más me apetece en ese momento es llegar al campus. El reloj marca las doce de la noche y apenas quedan viandantes. La ciudad está en calma, como si fuesen las tres de la madrugada de un día laborable en Madrid. Mientras me acuesto la música de Albéniz resuena en mis oídos. Esta noche, sí que me siento en casa. 


Texto extraído de la siguiente obra:  Ling, Der, Dos años en la Ciudad Prohibida, trad. José Pérez Hervás, La Coruña, Ediciones del Viento, 2008, pp. 104, 257.

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