martes, 11 de septiembre de 2012

Por las tierras de Shanxi

Viernes, 27 de abril




               El vuelo desde Pekín a Taiyuan, capital de la provincia de Shanxi, es breve, poco más de una hora. Apenas me queda tiempo para asimilar toda la información que voy leyendo sobre ella, y especialmente, sobre mi punto de destino, la ciudad de Pingyao. La rapidez de los aviones, el lujo de los aeropuertos chinos hacen que me sienta como un mero turista, distante de ser un viajero que viaja, próximo al pasajero que simplemente “llega”.




              Marco Polo sí que viajó a Taiyuan, no desde Pekín, sino desde la hermosa ciudad de Suzhou, la Venecia china. El escritor italiano nos cuenta en su obra Libro de las maravillas del mundo que le llevó doce jornadas y que Shanxi destacaba en aquel entonces por su comercio y artesanía, el único de Catay donde se producía vino. El reino de Shanxi no sólo exportaba el licor de Baco, sino que además pertrechaba al ejército del Gran Khan. Era también un gran productor de seda, gracias a la abundancia de sus moreras y gusanos. La realidad, en cambio, es hoy bien distinta. La provincia de Shanxi es actualmente una de las más pobres de China, aunque su limpio aeropuerto semeje más los escaparates de lujo de Wanfujing que las míseras tiendas de los hutongs. Pero si para penetrar la realidad es necesario mirar siempre la trastienda, en este caso, basta simplemente salir de las puertas de su impoluto aeropuerto para que la autenticidad te golpee en la cara. No camino ni tres pasos cuando un ejército de taxistas sin licencia me abordan. Es lo que tiene ser occidental en un país asiático, no pasas desapercibido. Comienzan a preguntar mi lugar de destino y cuando se enteran de que es Pingyao, los precios se hacen astronómicos, casi una cuarta parte de mi sueldo. Me tratan como un simple turista.




               Entonces les miro, me río y entre chino e inglés, les explico que vivo en Pekín, que soy profesora, no una rica empresaria, no un incauto recién llegado, y que no me tomen el pelo. Algunos, al pronunciar las mágicas palabras de "wo shi laoshi" (soy profesora), se apartan intentando encontrar un cliente más acaudalado. Otros inciden, y bajan el precio, pero aún así sigue siendo elevado. Me ven como un extranjero, y sus matemáticas son claras: occidental, dinero contante. Veo en la distancia una fila de taxis oficiales, e intento caminar hacia ellos. Pero los taxistas ilegales no desisten tan rápidamente de su presa, y comienzan a ofrecerme buenos precios. Cuando me doy cuenta uno de ellos ha cogido mi maleta y me lleva hacia su coche. El resto me siguen, aturullándome con sus cifras y su escaso inglés, vociferando cada uno más alto, como si gritar fuese una garantía para conseguir al cliente. Cuando el conductor que lleva mi maleta la introduce en el maletero, vuelve a darme un precio superior, e intenta sacar el máximo provecho. Me niego y comienzo a regatear. Llama por teléfono a quien supuestamente habla mejor inglés, y me explican que Pingyao está muy lejos, y que no pueden negociar más. Al final, cojo mi maleta, les digo a todos “goodbye” y me voy a la fila de los taxistas oficiales, donde aunque tenga que hacer cola, los precios son los que estipula el gobierno, y en este caso, mucho más bajos que los no oficiales. Mientras me alejo escucho sus enfados, sus improperios en chino, y algo referente al hecho de ser mujer que prefiero ignorar. En este momento soy consciente de la gran distancia que media entre Pekín o Shangai con el resto de las provincias chinas, e incluso el abismo que distingue las clases sociales en una nación tan jerarquizada. La evolución de China se deja ver en la actitud de sus ciudadanos. Los pequineses de los barrios ricos o universitarios no manifiestan curiosidad si eres extranjero, haciéndote olvidar incluso que estás en Asia. En los barrios más pobres, en cambio, la gente te mira con insistencia, como preguntándose qué hace un occidental (sinónimo de dinero) en un lugar así. En Shanxi, al igual que en otras provincias chinas menos desarrolladas o con menos turistas europeos, los ojos se detienen a contemplar tus rasgos, tus gestos, las palabras que emites mientras eres consciente de que te están observando con absoluta indiscreción pero sin atisbo de violencia. Es un interés casi pueril.



    
           La virulencia del regateo me hace pensar en la necesidad de esta gente. Realmente Shanxi debe de ser muy pobre. Los aproximadamente ochenta kilómetros que distan entre Taiyuan y Pingyao lo confirman. Los pueblos apenas tienen aceras, y la carretera se distingue por el pavimento: asfalto frente a tierra. Las casas son de adobe y ladrillo, mal encaladas, de planta baja en su mayoría. El polvo es tan espeso que apenas deja ver a cien metros de distancia. La condensación medioambiental se percibe también en el cielo: una cortina gris y un sol tullido, exánime, tamizado entre la niebla. Podría retrotraerme en el tiempo, a los pueblos castellanos de hace treinta años, con sus casas de adobe, y sus calles de légamo. Pero el aire limpio y la luz de Castilla me recuerdan el paraíso, las antípodas de lo que ahora contemplan mis ojos. El tráfico es además muy denso. Priman los trailers, las camionetas, todos de color rojizo, y los automóviles de gama baja. Lejos quedan los coches lujosos de Pekín. Tampoco hay línea divisoria, por lo que nuestro taxi avanza ora en su carril, ora en un tercero improvisado, entre el vehículo en sentido contrario que se aparta y el de su derecha al que viene adelantando. Carreteras que aumentan o disminuyen sus vías dependiendo de la prisa y la audacia del conductor.




              



                 A la llegada a Pingyao el taxista se detiene a las puertas de la muralla. Me explica que los coches no circulan en la ciudad antigua, y que debemos tomar una especie de calesa motorizada, carrito de campo de golf o moto - taxi, los únicos vehículos permitidos. De nuevo hay que negociar el precio, y de nuevo, intentan cobrar una cantidad superior. Al final, con mala cara, el calesinero acepta llevarme al hotel, una antigua construcción típica intramuros. Resueltos los problemas de intendencia, puedo contemplar la muralla de esta ciudad, Patrimonio de la Humanidad desde 1997. Más esbelta que la de Ávila, menos bella que su homóloga española, su última  reconstrucción importante tuvo lugar en 1370. Con una altura de diez metros, y una longitud superior a los seis kilómetros, la muralla abraza el actual casco antiguo de Pingyao, la verdadera ciudad que vio su esplendor durante las dinastías Ming y Qing. Hoy, sin embargo, vive principalmente del turismo, entre la melancolía de la magnificencia perdida y el bullicio del superviviente.



              

              Si hasta ahora mi encuentro con Shanxi fue similar a la actitud del hombre que se sabe interesante porque lo es, y muestra una falsa indiferencia hacia la mujer que le atrae, la dificultad primera se deshizo al llegar a Pingyao. El calesero se confundió voluntaria o involuntariamente en el hotel de destino. Por el contrario, tuve la suerte de entrar en uno de los hoteles tradicionales de esta ciudad, con un patio lleno de plantas y pájaros, de dos alturas, similar a los corrales de comedia de nuestro Siglo de Oro. Su propietario se dio cuenta del error y amablemente llamó a una moto - taxi, acercándome a la dirección indicada. Una amabilidad que volvería a repetirse en mi hotel, también de cariz familiar, más pequeño que el anterior, pero con idéntico encanto. Un patio interior adornado con árboles y plantas de diferentes tipos, desde la sófora al laurel o el boj, mesas y sillas a modo de comedor, farolillos rojos iluminando la noche, y puertas con un número diferente cerradas con candado. Típico patio de vecinos de la China imperial.





También las habitaciones son tradicionales. El propietario me explica que en cada habitación vivía una familia. Consta de una ancha y larga cama sobre la que se extiende una mesa de mínima altura. Las familias comían y dormían todas hacinadas sobre ella que rodeada de cojines, hacía las funciones de lecho, silla y sofá. El aseo, de escaso tamaño, pero con las necesidades mínimas cubiertas tiene ducha, aunque no plato ni mucho menos bañera. La decoración también es antigua. Realmente el ambiente te hace imaginar la vida de sus ciudadanos hace no demasiados años. Cheng Gold Family House no es lujoso pero guarda el sabor de una China que ha dejado de existir, o que yo creía a punto de perecer. Pero una vez más la realidad me despierta.







               Apenas salgo a la calle y descubro una ciudad que en nada se parece a Pekín, Chengdú o Shangai. Niños correteando entre la escasa luz, familias conversando tranquilamente, amigos tomándose una cerveza… hacen de esta ciudad un lugar vívido y alegre. Es tarde pero los pingyaoneses aún están cenando. La vida transcurre en las aceras. Los bares sacan sus mesas y sillas al exterior, los comercios exponen sus mercancías sobre el suelo mientras las motos y los carritos – taxis deambulan incesantemente por el adoquín. Las tiendas de ultramarinos con un jergón al fondo, la carne sobre unas simples tablas al alcance de todos, incluidos moscas y mosquitos, las frutas hacinadas en cajas sobre la piedra, y la variedad de huevos (gallina, pato, codorniz…) expuestos al calor y al frío de la noche, me transmiten una China muy distinta a la que acostumbro en la BFSU. Todos los comercios tienen al final una especie de cama, y todos cierran tardísimo, casi a las doce de la noche. Estos comerciantes viven por y para su negocio, se levantan a primera hora de la mañana, continúan su ritmo hasta la medianoche y tras largas horas de trabajo tampoco se van a sus casas; su hogar es el propio establecimiento. Allí duermen, desayunan, comen y cenan mientras atienden al cliente que llega.






Cuando me adentro en las calles más comerciales, en la calle Este y Oeste, descubro que Pingyao es un lugar lleno de turistas asiáticos, y falto de occidentales. Son más de las once de la noche, y la calle está llena de tránsito. Unos compran en las tiendas, otros disfrutan la música de las teterías mientras el tiempo transcurre en un ambiente distendido que se aproxima al verano español en cualquier pueblecito de la costa mediterránea.



       
             El día ha sido largo. Al llegar a mi habitación, me encuentro con el plumífero extendido sobre la cama, bordado en seda verde; como almohada dos de los muchos cojines que la rodean. Su ancho y largo es tan extenso que puedes acomodarte en cualquier punto cardinal sin temor a que tus pies sobresalgan del lecho. Refugiada entre la seda y el calor de las plumas siento que esta noche el paraíso está un poco más cerca.




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