lunes, 23 de abril de 2012

Triste realidad

Sábado, 17 de marzo


            El paseo por la zona de Sanlintum tiene un sabor europeo. Sus avenidas llenas de embajadas y las lujosas tiendas contrastan con los callejones oscuros de las puertas de atrás. Entro en un centro comercial desde donde puedo observar calles impolutas, edificios acristalados de grandes rótulos («Emporio Armani», «Mont Blanc »…) mientras me adentro en un largo pasillo con techos de madera de primera calidad. Si la zona frontal me hace perder el sentido de la ubicación, no saber si estoy en Madrid, o París, la zona trasera del edificio me devuelve a la realidad: estoy en Pekín.



            Entre los muchos establecimientos hay uno que llama especialmente mi atención: jamón de Jabugo, vinos de Rioja… y un cartel en inglés y en chino donde se explica que tienen los mejores productos de España. El precio… cuatro veces más que en nuestro país. Frente a la tienda Taste Spain un anciano vende globos, ajeno completamente a la ostentación que le rodea. De nuevo, la idiosincrasia de un pueblo donde el lujo y la miseria conviven mirándose sin tocarse, capta nuestra atención. ¿Es ésta una forma de entender la armonía china?


             Primero, porque tienes que llevar escrito con caracteres chinos la dirección a la que vas. Segundo, porque muy probablemente el taxista no conozca la calle, así es que o bien te dice que no te lleva, o bien se pierde tres o cuatro veces, se baja del taxi, pregunta a sus conciudadanos, y así hasta que llegas al lugar.  Afortunadamente, moverse por Pekín en taxi aún no es  caro. Dejo atrás la Europa pekinesa de Sanlitum y me dirijo al Instituto Cervantes. Los grandes edificios de formas oblicuas dan la espalda a las casas bajas mientras el taxista intenta averiguar dónde está exactamente el lugar que pide su cliente. Esto tampoco es una novedad para mí. Los taxistas no hablan ninguna lengua occidental, y mi chino es aún demasiado limitado como para dar explicaciones. Coger un taxi en Pekín es también toda una aventura.



            El Instituto Cervantes  es un sólido edificio de seis plantas. Como me habían invitado a visitar el centro pregunto por mi contacto pero  ya se había ido. En su lugar, me atiende una de sus compañeras, Ainhoa Han, quien se muestra encantada de enseñarme el Centro y de practicar su español. Lo que más me fascina es la biblioteca, llena de estudiantes chinos, y sobre todo, su buen fondo bibliográfico, y su surtida filmoteca. Es como estar en casa.
            Ainhoa me presenta a varios profesores españoles y al personal de la biblioteca. Todos llevan unos cuantos meses en esta ciudad y, por el momento,  están contentos de vivir en Pekín. Lamentablemente, cuando les pregunto si quieren volver a España, como si se tratase de una música aprendida, el estribillo siempre es el mismo: ¿A España, a qué? ¿A estar en el paro? Yo les observo en silencio, mientras pienso que todos ellos han estudiado, que todos ellos tienen un buen currículum y efectivamente, ¿a España?, ¿a qué?, ¿a ser uno más en la enorme lista del paro?





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