miércoles, 23 de mayo de 2012


Domingo, 1 de abril



            Mientras en España comienza a prepararse la Semana Santa, y muchos de los cristianos compran las palmas para celebrar el Domingo de Ramos, en Pekín todo indica que es un domingo más.  Yang me comenta que la primavera ya ha llegado y que uno de los mejores sitios para comprobarlo es el Jardín Botánico.



            La diferencia de moverte por Pekín tú solo, occidental sin poder disimularlo, o viajar con alguien del país es tan grande que hace que el mismo acto se convierta en una proeza en el primer caso, o en un hecho cotidiano, en el segundo. Me imagino  a mi misma intentando llegar al Jardín Botánico o Beijing Zhiwuyuan (北京植物园), al que sólo tienes acceso en autobús o en taxi. Si vas en este último es más fácil, pero coger el autobús es toda una aventura, especialmente porque las personas que te rodean son todas del país, que no hablan inglés en su mayoría, y porque todas las paradas están en caracteres chinos, es decir, que realmente no tienes ni idea de dónde podrás terminar.

            Para descontento de los lectores, esta vez ocurre el segundo caso y salvo la abundancia de tráfico y de gente, que aquí es lo rutinario, no ocurrió ninguna otra cosa digna de mención. Yang, tan amable, nos llevó en su coche y pudimos disfrutar una velada única comprobando, una vez más, el amor que siente este pueblo por sus árboles y su contenida naturaleza. Al igual que en las ciudades europeas, la han domesticado de tal forma, que todo en ella resulta agradable,  nada intimidatorio. Es la naturaleza al servicio del hombre, un lugar para la meditación, la tranquilidad, una especie de nuestro locus amoenus.



            El Jardín Botánico tiene a lo largo de sus 200 hectáreas varios invernaderos y diferentes tipos de jardines (el jardín de los cerezos, el jardín de las peonías, el de las hierbas medicinales tradicionales chinas…). Como el frío todavía nos acompaña, los únicos árboles en flor son los melocotoneros. Avanzas por las calles principales del Botánico y entre la multitud china, un palanquín en color rojo llama tu atención. No sé entonces si trasladarme a la época de las literas y los señores que nos describía Blasco Ibáñez en su obra China  o adivinar qué clase de espectáculo están representando. Me comentan que se trata de la imitación de una boda tradicional, y que hoy en día los jóvenes prefieren casarse más al estilo occidental. Es una lástima que lleguemos a la hora de su descanso, o quién sabe, tal vez los novios se lo hayan pensado mejor y hayan decidido desaparecer. Al menos, el palanquín no parece llevar mucho peso, y los músicos tampoco están muy animados.

            Seguimos nuestro paseo rodeados de árboles desnudos y por fin llegamos a un estanque, con su puente característico chino, y más adelante, a las riberas de un riachuelo donde la nieve parece haberse quedado estancada entre las ramas. El aroma de los melocotoneros en flor es una fragancia suave que deleita todos los sentidos. La tersura de sus pétalos, la belleza y perfección de la corola, y la esbeltez de sus filamentos  hacen de este árbol uno de los más cantados por los  poetas de este país. Hecho que no es de extrañar cuando pensamos que a Europa lo introdujeron los romanos a través de Alejandro Magno y éste lo trajo de su país de origen: China.











Mientras contemplo absorta tanta belleza me llegan las palabras de Li Ts’ing Chao:

           

            La lluvia tibia y el viento suave

            han liberado hoy por vez primera al sauce de los fríos

                        cristales de nieve.

            Me extasié contemplando los melocotoneros, y mis mejillas

            trascienden ya tímidamente la primavera de mi corazón […]

                                                                      

                                                               Li Ts’ing Chao (s. XI – XII)



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