jueves, 13 de septiembre de 2012

La linterna roja

Sábado, 28 de abril




                A unos treinta kilómetros de la ciudad de Pingyao se encuentra uno de los monumentos más visitados de toda China. Hay un rumor entre este pueblo que aclama: “quien quiera ver realeza que acuda a La Ciudad Prohibida, quien quiera ver construcciones civiles que acuda al Gran Patio de Qiao”. La mansión Qiao fue construida en el siglo XVIII por Qiao Guifa, un rico mercader de té y tofu. Entrar dentro de sus muros, con sus diez metros de altura, no sólo da sensación de fortaleza sino también de laberinto.




               Son nueve mil metros cuadrados de extensión, con un jardín privado, y su conjunto residencial de cuatro mil metros. Trescientas trece habitaciones, seis patios principales, diecinueve patios más pequeños entre calles y callejones que llegan a producir una sensación de opresión. Deambular entre sus muros es adentrarse en un mundo monótono de grises, desde el ladrillo en sus diferentes variedades, hasta el pavimento de piedra y loza decorando la parte inferior. La severidad de las paredes se ven atenuadas por las formas de la cubierta: líneas rectas o formas ovaladas que me recuerdan al genio de Gaudí, aunque mucho más sobrias. El conjunto forma un equilibrio de cariz herreriano amenizado por los faroles que penden de los aleros y el verde de las plantas ornamentales.




               Llegar hasta la mansión Qiao no fue fácil. Si no tienes mucho tiempo libre, lo mejor es acudir en taxi; esperar el autobús supone disponer de tiempo, y se corre el peligro de no llegar al sitio indicado, especialmente si no hablas chino. Aún tomando la opción más segura, reservar un taxi en tu hotel y fijar previamente el precio, puede conllevar una aventura. En el lugar en el que me alojo todo es familiar. El estudiante que atiende a los extranjeros es el sobrino de la propietaria, una señora de mediana edad que sirve las comidas tanto a su anciana madre como a los clientes que se hospedan. Su familia me sonríe, y se muestra agradecida de que esté allí. Me preguntan que de dónde soy, cuál es mi profesión, e intentamos comunicarnos aunque mi chino sea nulo y ellos no hablen otro idioma. Para lo más complicado siempre queda llamar a su sobrino. Esta imagen sencilla me recuerda a las casas rurales españolas, y salvo por la diferencia lingüística o el estilo de edificios y muebles, podría estar perfectamente en mi país. El recepcionista me indica el precio que me costaría llegar a la casa de la familia Qiao. Me doy cuenta de que es menos de lo hablado con otros conductores extramuros. Cuando a primera hora de la mañana aparece el taxista me entero de que es también un primo de la dueña, y su coche en buen estado e impoluto, no es un taxi. En esta provincia tan pobre todos intentan ganarse la vida como pueden, y en este caso, esta familia está dispuesta a prestar un servicio sin abusar del extranjero. La cortesía y amabilidad de los propietarios del hotel se extiende también hacia este conductor que se equivoca de dirección, que pide disculpas y que finalmente me lleva al lugar indicado con media hora de retraso y sin exigirme más dinero. Por el camino, aún con la dificultad de entendernos, me va informando de su familia, y de su vida. Hoy dice estar contento porque tiene un trabajo extra. Se llama Cao Jiping.





               El pueblo de la mansión Qiao gira en torno al turismo nacional. Una explanada donde se aglomeran los autobuses informa de la cantidad ingente de personas que visitan el lugar. Es como estar en un destino de peregrinación cristiana pero sin santuario. Por lo demás, el escenario es parecido. Tenderetes con recuerdos de todo tipo, dulces de miel y cereales, comidas tradicionales o golosinas se aglutinan en puestos continuos mientras los vendedores tratan de llamar tu atención. Cuando ven que te acercas gritan en inglés los precios y la mercancía que ofrecen.



               El éxito de esta mansión se produjo en los últimos años gracias al cine. La linterna roja, un largometraje de Zhang Yimou con reconocimiento internacional, rodó aquí varias de sus escenas en 1991. Basada en la novela de Sun Tong (1963) Esposas y concubinas narra una historia dramática situada en la China de los años 20. La acción comienza a partir de la llegada a la casa de la cuarta dama. El dueño, un hombre rico, vive conforme a las tradiciones de sus antepasados, encendiendo cada noche una lámpara roja en el pabellón de la esposa elegida; la joven recién llegada debe acostumbrarse a su nueva vida, lo que incluye convivir con el resto de las cónyuges, en un mundo de tribulaciones, envidias y luchas por despertar la preferencia del “amo”. No tardará mucho en darse cuenta del escaso papel que la mujer juega llegando a preguntarse:


«En realidad, ¿Qué somos las que vivimos aquí?


Somos menos que nada.


Somos como los perros…


… o como los gatos…


… o como las ratas.


Desde luego, no somos personas».




Sin embargo, el hecho definitivo que convirtió la residencia Qiao en un lugar de culto, incluso diría que de devoción, fue la serie Qiao Jia Da Yuan, emitida en el canal chino CCTV en el 2006. El éxito fue tan exorbitante que la mansión Qiao fue revestida con fotogramas de la misma; los paneles indicativos hacen mención a los eventos más significativos del melodrama.







Sin haber visto ninguno de los cuarenta y cinco capítulos que la conforman, el visitante puede hacerse una idea de lo que en ella se cuenta. Es la vida mitificada de uno de los personajes más emblemáticos de la familia Qiao (Qiao Zhiyong) en un periodo que abarca desde finales de la dinastía Qing hasta 1930. Hay objetos, como el palanquín de bodas, que se utilizaron en la serie, y que el visitante puede contemplar in situ.




Entrar dentro de esta mansión es una vuelta al pasado reciente de China. Muebles de época, un hermoso teatro donde se representaba ópera, utensilios para pesar el té, vestidos de rica seda, y todo tipo de adminículos que recrean un pasado cotidiano congelado de forma impoluta para el turista. Los patios y las estancias se suceden hasta llegar al jardín, con un hermoso estanque, una fuente que corre a través de una rocalla, y los sempiternos peces naranjas.











              El Gran Patio de Qiao es uno de los mejores ejemplos de arquitectura civil del norte de China. Pero actualmente, es mucho más que eso. Es el lugar donde las adolescentes van a fotografiarse ante las sonrisas cómplices de sus padres; y es la recreación de un tiempo legendario del que sólo quedan los sueños. Remozada de pasado la sonrisa exultante de Cao Jiping me conduce al siglo XXI. Atrás queda el silencio del tiempo pretérito, ante mí, el bullicio vívido de la realidad.

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