miércoles, 18 de julio de 2012

“Jasmine tea, please”

Miércoles, 18 de abril

            Cuando el exceso de trabajo asoma a través de esa mezcla de lapislázuli y malva debajo de los ojos, lo mejor que uno puede hacer, si se encuentra  en China, es recibir un masaje si está solo o bien irse a una casa de té si goza de buena compañía.  En este caso, me inclino por lo segundo. Nada más gratificante que una tarde en un tranquilo salón de té rodeado de buenos amigos. Según la tradición china, el vino invita a la alegría y  debe beberse entre el jolgorio de una buena comitiva mientras el té es idóneo para el recogimiento. Para que el ritual sea entonces auténtico es necesario que la persona con quien vayas a disfrutar de unas horas de asueto te permita estar en silencio y sentirte tan cómoda como si estuvieses manteniendo una buena conversación.






       Laoshe Teahouse  es una de esas casas de té que no deja indiferente al visitante por varios motivos, entre ellos, por su cariz literario y artístico. Su punto negativo está en ser una de las “teterías” más famosas de la ciudad, un clásico de todas las guías turísticas. Por tanto, los precios son más que occidentales. Una taza de té oscila entre los 40 euros y puede llegar a superar los 500, todo depende de lo que uno esté dispuesto a gastar. En el precio no sólo se incluye el té, sino que alquilas un salón privado por unas horas. En esta casa han dejado sus firmas primeros ministros, presidentes de estado e incluso casas reales. Sin embargo, Laoshe Teahouse no se sostiene de estas autoridades, se nutre principalmente del propio pueblo chino. Así, a nuestra llegada, nos encontramos con una familia que festeja el nonagésimo cumpleaños del abuelo, y lo hace de la mejor forma posible, en una emblemática casa de té.






       Los salones de té chinos, al menos los más lujosos, son una especie de mansión en los que se aglutinan varias estancias en torno a un patio principal donde hay una fuente con peces. El tomar el té en un sitio de estas características no es simplemente paladear el sabor de un té de primera calidad, sino que es toda una filosofía de vida. Los peces que nadan tranquilamente son de color naranja, una representación del concepto de armonía que envuelve al pueblo chino. Pero además, en Laoshe Teahouse al murmullo del agua que cae plácidamente  se acompaña la música. Una joven, vestida de máxima gala, toca un guzheng en el patio principal; de esta forma todos los clientes pueden observar el espectáculo mientras saborean lentamente su té. El guzheng es uno de los instrumentos chinos más antiguos ya que se hizo popular durante el periodo de Primavera y Otoño (770 – 476 a.C.). Poco a poco fue evolucionando e incrementando el número de cuerdas hasta llegar a las 21 con que cuenta hoy en día. Se le conoce como “el rey de los instrumentos” o “piano oriental”. La música que emana es cálida, idónea para escucharla en un ambiente tan apacible.






       Desde el momento en que uno entra en Laoshe Teahouse todas nuestras ideas sobre la exquisitez oriental se aúnan formando un solo puzzle. En primer lugar, unas jóvenes muy educadas te saludan y te conducen a un atril  donde te muestran los precios del té así como el alquiler de las salas en función del tiempo que vayas a estar. Una vez que aceptas y eliges el tipo de té (el más económico es el té de jazmín), cruzas un patio central y desde allí te guían a uno de los muchos salones con que cuenta la casa. Uno no puede hacerse idea de la amplitud del lugar ni tampoco se permite deambular libremente como si estuvieses en un museo. La discreción más absoluta rige las normas del local pudiendo estar cerca del más alto dignatario o de un gran famoso sin enterarte. Con gestos muy suaves y leves inclinaciones de cabeza nuestra guía te pide que la acompañes y te invita a entrar en uno de los salones. El resultado no puede ser más apacible. Confortables sillas, un gran cristal que permite observar el patio central sin ser visto, y flores naturales sobre la mesa. Cuando la camarera con atuendo tradicional nos trae todos los utensilios requeridos para tomar el té, comienza el espectáculo. 
           





       Según el tipo de té que vaya a tomarse la cerámica será distinta. Para un té aromatizado es mejor utilizar una tetera ancha que preserva más la fragancia. Si el té, en cambio, es negro, oolong o Pu’er es más idónea la cerámica púrpura ya que conserva mejor el sabor. En nuestro caso, nos traen el clásico tipo de taza – tapa de color amarillo haciéndose innecesaria la tetera. Lo primero que se hace es calentar las tazas con agua. Para ello, se sirve el  agua, se remueve y se deposita en una especie de cuenco. Acto seguido, se pone  el té en las tazas con uno de los utensilios de madera. Vuelve a volcarse el agua caliente sobre la taza, y se tira nuevamente. Este ritual se hace con la finalidad de eliminar las impurezas que puedan traer las hojas. A continuación, se vierte otra vez el agua sobre las tazas siempre desde un punto alto, con el objetivo de reducir la temperatura del té. Así no es lo mismo tomar un té rojo, propio del invierno, que requiere una temperatura de cien grados, que el té verde, propio del estío, que no debe superar los noventa grados. Para que el té se haga mejor y no se diluya el aroma se cubre la taza con su tapa. Después, sosteniéndola con ambas manos, se ofrece al cliente acompañado de una reverencia mientras te sugieren  que abras levemente la taza para que puedas sentir el olor del té. Acto seguido, con la tapa cubriendo prácticamente toda la superficie, comienzas a beber. De esta forma, se impide que absorbas las hojas.





       La ceremonia del té no sólo es un momento de belleza y de tranquilidad sino que es una forma de olvidar las preocupaciones a través de un arte elegante que incita a la armonía de cuerpo y espíritu. Por eso, desde la antigüedad fue cultivada por poetas y artistas. No sé si practicar este arte puede llevarnos, como afirma la tradición china a la moralidad, pero sí que nos conduce al bienestar y a la calma. Una experiencia que bien merece la pena para todo aquel que decida adentrarse en el país de las sóforas.



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