jueves, 5 de julio de 2012

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Domingo, 15 de abril


            Mientras la Ciudad Prohibida refleja su sueño sobre las aguas y todo a su alrededor parece descansar acunado por un silencio acogedor, la vida burbujea apenas unas calles más adelante. Wangfuying está a las diez de la noche, hora en que cierran las últimas tiendas de lujo, con un ambiente festivo, no importa qué día de la semana sea. En nuestro caso, un sencillo domingo de abril. Las gentes, cargadas con bolsas de Hermés, Gucci, Zara, Jaeger – Le Coultre, Lotusse o Louis Vouitton entre otros, se arremolinan entre los pocos taxis disponibles, quienes, en actitud imperial, deciden si llevar o no a sus demandantes al sitio indicado. Ninguno de los taxistas de esta zona va a aceptar mover un ápice de su coche si no es por un precio tres veces superior al normal. Y si te ven vestido con ropa de turista y sin ninguna bolsa de marca, lo más normal es que te ignoren y ni siquiera te contesten. En este lugar de la ciudad poco queda de Confucio, y mucho del quevediano  “poderoso caballero es don dinero”.



            Apenas se gira la esquina, nos estrellamos con la calle Dong’anmen y el panorama es completamente distinto. De una calle impoluta de lujo europeo pasamos a un olor continuo de comida frita. La  multitud se aglutina en torno a unos puestos corridos que ocupan más de media calle. Al ir acercándome a ellos me doy cuenta de que la variedad gastronómica es ingente. Desde escorpiones a serpientes o ranas a la brasa hasta suculentos dumplings y  sanas brochetas de frutas frescas, este mercado culinario es todo un espectáculo.


            Todo se cocina sobre la marcha, y lo más llamativo son los pinchos que atraviesan todo tipo de carne, incluidos una amplia gama de insectos. Los turistas pensarán que este tipo de comida alimenta los estómagos de la mayoría de los pequineses. Nada más lejos de la realidad. Cuando pregunté a mis compañeros de universidad si alguno había probado este tipo de alimentos, todos me respondieron que no, y me explicaron, que hace unos años, cuando había tanta hambruna en el campo, los pobres campesinos tenían que comer aquello que estuviese a su alcance, aunque fuese una culebra o un escorpión.  El hambre no entiende de exquisiteces. Sin embargo, pasada esa época de penuria, los ciudadanos chinos prefieren un buen pato a la pequinesa o un cerdo agridulce, y a ser posible, cocinado en un restaurante donde el aceite utilizado ofrezca plena garantía.  Abrumada por el olor, y por los cocineros que gritan constantemente ofreciéndote sus productos, me acerqué a uno de los puestos de frutas. Cuál no sería mi sorpresa cuando el precio que me pedía por una simple brocheta era superior al  que normalmente pago en las fruterías por una bolsa llena de fruta. Está claro que el famoso mercado nocturno cerca de Wangfuging es todo un homenaje al incauto turista.





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