martes, 31 de julio de 2012

Objeto no identificado



Viernes, 20 de abril


            Comenzar un viaje es estar dispuesto a romper la rutina y sonreír a la sorpresa, especialmente, si te encuentras en un país donde tu analfabetismo te hace sentir al mismo tiempo tan inseguro como ignorante. Llevaba días planificando un viaje a Chengdú,  la  capital de Sichuán. El poder pisar la misma tierra donde vivió Du Fu algún tiempo, o el conocer personalmente a un oso panda despertaba mi interés por esta ciudad mucho más que su archiconocida gastronomía. Como mis obligaciones en la facultad no me dejaban tiempo suficiente para viajar con calma, el avión se convirtió en mi único aliado. China es más que un país. Viajar a una provincia como Sichuán te lleva tres horas en avión, el mismo tiempo que cruzar la Unión Europea casi desde una punta a otra.




            Uno de mis deseos siembre ha sido recorrer el país del dragón en tren y así ver las diferencias que estriban entre la China que nos relata Paul Theroux  en En el gallo del hierro, escrito a finales de los ochenta, y la China actual. Pero esto tendrá que esperar. De momento, solo tengo tres días para conocer algo de la exótica Sichuán, y el avión es el mejor medio, aunque no el más económico. Los viajes interiores a las provincias del sur no son baratos, y si además, la línea regular no tiene mucha frecuencia puede llegar a costarte más de seiscientos euros. Afortunadamente, Pekín – Chengdú cuenta con varios vuelos diarios y su precio es asequible. Quienquiera viajar por este país de una forma económica no le queda más remedio que hacerlo en autobús o en tren, y tener, por supuesto, unos cuantos días libres a sus pies.

en el gallo de hierro: viajes en tren por china-paul theroux-9788466321990




            Si la seguridad es una de las riquezas con que cuenta China, la anécdota que nos sucedió en la Terminal 2 del aeropuerto de Pekín certifica, una vez más, esta realidad. Llegamos al aeropuerto en uno de los tantos autobuses que te llevan desde todas las zonas de la ciudad al módico precio de dieciséis yuanes (sobre unos dos euros).  A nuestra llegada, colocamos el escaso equipaje, uno encima de otro, en los carros para poder movernos con total comodidad. Deambulamos con calma, puesto que llevábamos tiempo suficiente. La multitud china distraía nuestra atención: un grupo de jóvenes azafatas, impecablemente vestidas y maquilladas, todas con sus impolutos uniformes rojos, algunos turistas estrambóticos, hombres de negocios con prisa… y de repente, me fijo en nuestro equipaje: faltaba una de las maletas. ¿Robada, perdida? Rápidamente localizamos a un grupo de guardias pero ninguno de ellos podía comprender otra lengua que no fuese chino mandarín. No tuve más remedio que recurrir al bueno de Wang Lei, una vez más, para que hiciese de intérprete por teléfono. Pero esta vez, ni Wang Lei, ni ninguna de mis amistades chinas, estaba disponible en su móvil. Describíamos la forma de la maleta con las manos, mostrábamos el carro, señalábamos mi polo rojo indicando que el objeto perdido era de ese color, mientras veíamos como la policía, seguía sin enterarse de nada, y amablemente nos decía algo ininteligible. Finalmente, una de las guardias decidió llamar por teléfono, y al poco tiempo, llegaron los refuerzos.
             Mientras esperábamos sin saber a quién o a qué, intentamos una vez más, explicar lo sucedido reconociendo por último que la mímica no era lo nuestro. Al final, el refuerzo era un policía que se defendía escasamente en inglés. Los occidentales tenemos la extraña idea de que todo el mundo en China habla esta lengua y no es así. Sólo una minoría, y ahora un poco más los jóvenes, puede comprender este idioma.  Pero lo importante en esta ocasión,  es que el policía políglota pudo hacerse cargo de la situación aunque no emitiese ningún sonido en la lengua de Shakespeare. Lo único que nos pidió es que le acompañásemos a la planta baja del aeropuerto; en el camino, íbamos temiendo lo peor, tener que rellenar formularios en chino, en los que ni siquiera entiendes dónde hay que firmar.  En un inglés básico nos preguntaron de nuevo por el color del objeto perdido, por el contenido, y si había algo de valor. Después de declarar, y señalarnos con un bolígrafo dónde teníamos que firmar (efectivamente, el formulario estaba en chino), nos sacaron el objeto de tantos disgustos: una maleta roja.
                   

Noticias y prensa
                                                                   
            Lo que no podíamos imaginar, una vez sentados en el avión y mientras respirábamos con calma, es que Chengdú nos depararía nuevas sorpresas gracias a uno de mis males mayores: el despiste universal en el que parezco estar siempre inmersa. Pero esto forma parte de otro capítulo.


           

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