Domingo, 1 de abril
Mientras
en España comienza a prepararse la Semana Santa, y muchos de los cristianos
compran las palmas para celebrar el Domingo de Ramos, en Pekín todo indica que
es un domingo más. Yang me comenta que
la primavera ya ha llegado y que uno de los mejores sitios para comprobarlo es
el Jardín Botánico.
La
diferencia de moverte por Pekín tú solo, occidental sin poder disimularlo, o
viajar con alguien del país es tan grande que hace que el mismo acto se
convierta en una proeza en el primer caso, o en un hecho cotidiano, en el
segundo. Me imagino a mi misma
intentando llegar al Jardín Botánico o Beijing Zhiwuyuan (北京植物园), al que sólo tienes acceso
en autobús o en taxi. Si vas en este último es más fácil, pero coger el autobús
es toda una aventura, especialmente porque las personas que te rodean son todas
del país, que no hablan inglés en su mayoría, y porque todas las paradas están
en caracteres chinos, es decir, que realmente no tienes ni idea de dónde podrás
terminar.
Para
descontento de los lectores, esta vez ocurre el segundo caso y salvo la
abundancia de tráfico y de gente, que aquí es lo rutinario, no ocurrió ninguna
otra cosa digna de mención. Yang, tan amable, nos llevó en su coche y pudimos disfrutar
una velada única comprobando, una vez más, el amor que siente este pueblo por
sus árboles y su contenida naturaleza. Al igual que en las ciudades europeas,
la han domesticado de tal forma, que todo en ella resulta agradable, nada intimidatorio. Es la naturaleza al
servicio del hombre, un lugar para la meditación, la tranquilidad, una especie
de nuestro locus amoenus.
El
Jardín Botánico tiene a lo largo de sus 200 hectáreas varios invernaderos
y diferentes tipos de jardines (el jardín de los cerezos, el jardín de las
peonías, el de las hierbas medicinales tradicionales chinas…). Como el frío
todavía nos acompaña, los únicos árboles en flor son los melocotoneros. Avanzas
por las calles principales del Botánico y entre la multitud china, un palanquín en color rojo llama tu
atención. No sé entonces si trasladarme a la época de las literas y los señores
que nos describía Blasco Ibáñez en su obra China o adivinar qué clase de espectáculo están
representando. Me comentan que se trata de la imitación de una boda
tradicional, y que hoy en día los jóvenes prefieren casarse más al estilo
occidental. Es una lástima que lleguemos a la hora de su descanso, o quién
sabe, tal vez los novios se lo hayan pensado mejor y hayan decidido
desaparecer. Al menos, el palanquín no parece llevar mucho peso, y los músicos
tampoco están muy animados.
Seguimos nuestro
paseo rodeados de árboles desnudos y por fin llegamos a un estanque, con su
puente característico chino, y más adelante, a las riberas de un riachuelo
donde la nieve parece haberse quedado estancada entre las ramas. El aroma de
los melocotoneros en flor es una fragancia suave que deleita todos los
sentidos. La tersura de sus pétalos, la belleza y perfección de la corola, y la
esbeltez de sus filamentos hacen de este
árbol uno de los más cantados por los
poetas de este país. Hecho que no es de extrañar cuando pensamos que a
Europa lo introdujeron los romanos a través de Alejandro Magno y éste lo trajo
de su país de origen: China.
Mientras contemplo absorta tanta belleza me llegan las palabras de
Li Ts’ing Chao:
La lluvia tibia y
el viento suave
han liberado hoy
por vez primera al sauce de los fríos
cristales
de nieve.
Me extasié
contemplando los melocotoneros, y mis mejillas
trascienden
ya tímidamente la primavera de mi corazón […]
Li
Ts’ing Chao (s. XI – XII)
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