Domingo, 25 de marzo
Si
uno tiene el propósito de visitar una zona de Pekín el mejor consejo es que
coja directamente un taxi o vaya en metro, aunque la zona deseada bien pueda
recorrerse a pie. El peligro está en callejear por sus calles, llenas de vida,
que constituyen por sí mismas todo un
fotograma. Probablemente entonces, si decides pasear, nunca llegues a tiempo al
lugar elegido. Para evitar tentaciones esta vez me voy en metro directamente a
la zona de Qian Men. Lo primero que se ve es la Torre de la Flecha o Jian Lou.
Jian
Lou fue construida en 1439 y se caracteriza por sus 94 aspilleras desde las que
se disparaban las flechas. Frente a ésta, se encuentra Qian Men Dajie.
Esta
calle comercial parece sacada de una película de Disney con estilo oriental.
Los guardas a la entrada garantizan que ese mundo ideal no sea interrumpido por
ningún imprevisto desagradable. Los barrenderos están constantemente limpiando
el suelo, de forma que todo está tan impoluto que más semeja una calle de Oviedo que la ancestral China.
Las multinacionales Swatch, Sephora, Zara… no han querido desaprovechar este espacio
idílico y, con sus fachadas de corte oriental, dan un toque de globalización a
la zona. Este y Oeste conviven perfectamente en esta calle donde todo semeja un
cuento de hadas.
Como
si de un perfume embriagador se tratase, también las gentes que recorren Qian
Men Dajie parecen contentas. Todos son orientales y de repente, me veo entre
una multitud asiática y tomo conciencia de que mi físico es diferente. Algunos
piden hacerse fotos conmigo. Otros me sonríen y me dicen Hello. Y los hay más
atrevidos, que te dicen Hi, Beautiful y que entonces comienzan a contarte su
vida. En su mayoría, son turistas venidos de provincias que quedan deslumbrados
ante tanto esplendor.
Yo sigo mi
recorrido y no puedo evitar pensar que apenas dos calles más adelante mi amigo
Cui Yong y su estupenda librería de viejo viven prácticamente en la miseria, y
que los hutongs, con sus gentes humildes, comienzan en las mismas callejas que
se abren en Qian Men. Creo que la auténtica china no está en esta calle, sino
en los cientos de callejones que se
extienden a lo largo de este eje comercial.
Entre
los establecimientos que más llaman mi atención se encuentra una tienda de té,
con una escultura a la puerta invitándote a entrar. Decido hacer caso omiso a
la indicación y me adentro en el local
contiguo, una librería. Nada tiene que ver este comercio de Qian Men Dajie con
la librería Zhengyang. Sus anaqueles llenos de libros, y la limpieza que se
respira están acorde con la filosofía de toda la calle. Las gentes ojean las
páginas y se quedan dentro a leer, sea de pie, o sentados en el suelo. Entre
las obras recomendadas hay varios clásicos occidentales, y entre ellos, emerge
una de mis novelas favoritas de la infancia: Las aventuras de Tom Sawyer, por supuesto, traducido al chino.
Como
no hay ningún ejemplar que me interese en las lenguas que conozco, me ocurre
algo excepcional: salgo de la librería sin haber gastado ni un solo céntimo de
mi cuenta bancaria. Termino el recorrido de la calle y al cruzar la puerta de
Jian Lou mi vista se estrella con la torre de Zhengyang Men. Ésta era la puerta
más impresionante de las nueve que constituían la muralla interior de la Ciudad
Prohibida. Su finalidad era separar los barrios imperiales de la Ciudad China.
Sus sólidos muros fueron durante siglos el símbolo de un mundo inexpugnable,
accesible tan sólo a unos cuantos
privilegiados o a unas cuantas víctimas. Si al frente de Zhengyang Men queda un
mundo globalizado, una China que sueña con llegar a ser la primera potencia
mundial, en sus sólidos muros se esconde el pasado, ese mundo que la princesa
Der Ling nos narró de forma excelente los dos años que pasó al servicio de la
última emperatriz, Tzu Hsi. El legado del pasado convive con la China capitalista al igual que los hutongs lo hacen con las calles de lujo, mirándose
siempre unos a otros, a una prudente distancia, y en aparente armonía.
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