sábado, 11 de agosto de 2012

Ópera prima

Sábado, 21 de abril

            Caminar por Chengdú y no degustar su gastronomía es como acercarse a Asturias y quedarse sin disfrutar nuestro líquido áureo, la sidra. La gastronomía sichuanesa se caracteriza principalmente por su “olla caliente”, un gran cuenco de acero inoxidable que viene acompañado de agua y muchas especias. En las mesas de estos restaurantes hay un hueco a modo de fogón en el que se inserta la olla y comienza a hervir. El camarero desfila intermitentemente trayendo distintos platos. Desde tiras de carne tan finas que semejan a nuestro jamón hasta albóndigas, tofu,  verduras  y especialmente, pasta.


         Todo viene crudo, y el comensal tendrá que hacer un alarde de elección y de pulso, pues se trata de coger con los palillos la comida, meterla en un agua abrasador, esperar la cocción y después, recuperarla entre un caldo burbujeante. La “olla caliente” está dividida en dos de forma que hay una sección picante y otra menos picante.


         En Sichuán aquello que se tilda como “no picante” ya es demasiado para el paladar español, así es que si algún intrépido occidental se atreve con la parte más sazonada, lo más probable es que comience a expirar aire sintiéndose un auténtico dragón. El “hot pot” ya me era conocido de mis incursiones al restaurante mongol cercano a la universidad. Difiere uno de otro en los platos que se introducen en la olla pero la técnica es la misma. Según me comenta Yang, el origen de la “olla caliente” es de Sichuán pero después fue expandiéndose por otras provincias y adquiriendo su propia idiosincrasia. La comida es exquisita pero  llega un momento en que dejas de sentir el sabor de la cerveza;  el paladar arde de tal forma que se hace insensible al gusto de cada ingrediente. Dicen que es el mejor antídoto para el calor, y tal vez sea así. Lo que es una lástima es la pérdida de sensibilidad gustativa que va in crescendo a medida que pruebas nuevos sabores.


             Si la gastronomía sichuanesa es toda una experiencia, tampoco deja indiferente otra de las características de esta región: su ópera, con el rápido cambio de máscaras y la expulsión de fuego de la boca. Las casas de té suelen ofrecer este tipo de espectáculos. De entre todas, Yang me recomienda asistir a una de las más conocidas, Shufengyayun no sólo por su situación céntrica sino también porque los bastidores están abiertos al público, y puedes ver la preparación de los mismos, un espectáculo previo al espectáculo.  Esta tetería se encuentra dentro del parque de la Cultura, muy cercano a la casa de Tu Fu y al templo del marqués Wo. Como voy con tiempo, deambulo entre los árboles sin saber la grata sorpresa que me aguarda. Un grupo de mujeres está practicando danza china, y me invitan a unirme a ellas. No me hago de rogar. Me uno a ellas, mientras intento imitar la belleza de su danza. Es una música suave, apacible; los movimientos de los brazos y las piernas se deslizan por el aire sin romper la atmósfera,  acariciándola de forma que poco a poco, vas sintiendo la unión sosegada de tu cuerpo con el mundo que te rodea.
           

         Me despido de mis nuevas amigas y me adentro en el mundo fantástico de Shufengyayun. En la tetería destaca su gran patio interior que han acomodado como teatro. Me recuerda a las gradas de los corrales de comedia del Siglo de Oro, pero en este caso, es mucho más espacioso. Lo más peculiar es que delante de las sillas hay un pequeño banco que a modo de mesa sostiene un juego de té.  El ritual es en sí mismo todo un espectáculo: el té se deposita en la taza, y seguidamente, la camarera con una tetera de latón  de larguísimo tubo escancia el agua hirviendo sin aproximarse al cliente. De esta forma, puede seguir la ópera sin ser molestado.



         En uno de los laterales, los actores se visten y se maquillan de forma extraordinaria. Trajes largos de seda, pinturas que de pura perfección parecen rostros de porcelana, y banderas que colocadas a la espalda, imitan las alas de los ángeles. 




        La magia comienza con la primera pieza, una música realizada con gongs y tambores que recoge lo mejor de la tradición folclórica de Sichuán.  El acontecer de las historias oscilan entre la comprensión y la imaginación. Así, los huqin o instrumentos de cuerda, como el erhu y el gaohu, hablan de la historia de amor entre Liang y Zhun o  un hada muñeca nos relata las maravillas del mundo.





       También me deslumbra el juego de luz y sombras que originan múltiples animales tan solo con el movimiento de los dedos y las manos. Sin lugar a duda, el cénit llega con el último número, las máscaras cambiantes y las bocas surtidoras de fuego. Es una lástima no poder comprender la letra, y que la música resulte tan extraña, ora atrayente, ora chirriante. Tengo la sensación de que el espectáculo prima sobre la melodía, una mezcla de máscaras, gestos y bailes que persisten en mi memoria más que el sonido disonante de sus notas.


      
      De regreso al hotel, me viene a la memoria la música armoniosa de Mozart o de Haëndel. ¡Qué extraño que en el país de la mesura su ópera sea todo lo contrario! Por primera vez, me siento realmente en otro mundo,  muy lejos de casa.   

2 comentarios:

  1. Por casualidad he entrado en este país de las sóforas y me alegro de leer muchas cosas interesantísimas, como esto que narras acerca de Sichuan, que habiendo vivido largos años en China no he podido conocer.Gracias y felicitaciones.
    Guojian Chen

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  2. Muchas gracias por leer el blog. Me alegra que te haya gustado.
    Un saludo,
    Catarina

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