miércoles, 10 de octubre de 2012

La casa del Dios de la ciudad

Lunes, 30 de abril


«Unimos los radios en una rueda,
pero es el agujero central
lo que permite que el carro se mueva.
Torneamos la arcilla para hacer una vasija,
pero es el vacío interno
lo que contiene aquello que vertemos en ella.
Hincamos estacas para construir una cabaña,
pero es el espacio interior
lo que la hace habitable.
Trabajamos con el ser,
pero es el no-ser lo que usamos» .


El templo taoísta Cheng Huang o Templo del Dios de la Ciudad se sitúa en frente del templo de Confucio. Si el confucionismo y el taoísmo han estado durante siglos mirándose sin tocarse, lo mismo ocurre en Pingyao donde ambos santuarios son un símil de estas dos vertientes filosófico – religiosas: se observan en la distancia, unidos o separados tan sólo por una calle, unidos por un tronco común, el I Ching o Libro de las mutaciones.

                                 
  


Entrar en Cheng Huang es encontrarse con el pasado. El recinto es un conjunto de pabellones con una superficie cuadrada de siete mil trescientos metros. La decoración exquisita y alegre de los tejados contrasta con la seriedad de las esculturas de piedra y de sus murales. No es de extrañar si pensamos que estamos en la casa de unos dioses custodiados por guardias severos y jueces implacables. A su lado, nuestro Pantocrátor resulta un cándido retrato dibujado por Walt Disney. Cuando me aproximo al pabellón del Dios de la Ciudad un guía me corta el paso. Señala con su dedo y veo a un grupo de ciudadanos vestidos con traje tradicional dirigirse al edificio principal. Comienza la representación, una imitación del sistema ritual de la ciudad. En el centro, el personaje más importante pregunta, escucha las respuestas y juzga. Me llama la atención su gorro, un casquete de terciopelo negro y adornos turquesa de cuyos laterales salen dos tiras como si fuesen alas de mariposa. Su rostro también es peculiar, podríamos decir que los mechones de su bigote y perilla forman un juego de líneas con sus colgantes patillas, como una cascada de escaso fluir. Sin entender ni una palabra de lo que hablan, el ritual de colores y ropa es tan prolijo que puedo comprender fácilmente quiénes son los personajes principales y quiénes los secundarios. El grupo más numeroso viste túnica azul cielo, sombrero chino y larga coleta frente a las túnicas roja, turquesa y negra de quienes ostentan un cargo superior.








Dicen que Cheng Huang es uno de los santuarios mejores conservados de toda China. Sus frescos y la minuciosidad de sus tejados así lo confirman. Tampoco nos extraña demasiado si pensamos que el templo se quemó en 1859 y hubo que rehacerlo de nuevo. Todo Pingyao se volcó en su reconstrucción. Gracias a la iniciativa popular pudo recuperarse aquel santuario fundado durante la dinastía Ming. No obstante, de esta época apenas quedan vestigios. El conjunto es un ejemplo del estilo de la dinastía Qing. A pesar del tiempo es un templo vívido, al que los pingyaoneses se acercan para pedir favores tanto al Dios de la Ciudad, como al Dios de la Fortuna, residente también de Cheng Huang. Uno de los jóvenes quema unas barritas de incienso y hace varias reverencias frente al Dios de la Fortuna. Nos miramos y cuando termina se me acerca. Le pregunto si viene a menudo, si es taoísta, si existe algún precepto que exija la asistencia una vez por semana como ocurre en el Cristianismo. Me comenta que no, que la visita a los templos se hace solamente cuando el individuo siente necesidad de pedir algo a los dioses. Y estas preces conllevan un ritual: se quema el incienso, se realizan las plegarias y se hacen varias reverencias con las manos juntas. Ni el nacimiento, ni el matrimonio o la muerte tienen en China un rito preciso dentro del santuario.



El bullicio del exterior contrasta con ese interior silencioso de mandarines, ritos y plegarias. Me despido del mundo tranquilo de Lao – Tse mientras me adentro en un mundo tintineante de monedas, entre la charla vivaz de la compraventa y el claxon continuo de los moto – taxis. Lejos, las palabras del sabio taoísta resuenan entre la multitud



«Más vale detenerse
que perseverar y excederse.
No puede conservarse por siempre
lo que se afila sin cesar.
No ha quien sea capaz de guardar
una sala llena de oro y jade.
Atraerá el desastre
el rico y noble, si soberbio.
Cumplida la obra, retirarse:
tal es el curso del cielo» .


1. Lao Tsé, Tao Te Ching, Stephen Mitchell y Jorge Viñes Roig (trad.), Madrid, Alianza Editorial, 2007, p.33.
2. Lao zi, Tao te king, Anne – Hélène Suárez Girard (ed., trad.), Madrid, Siruela, 2007, p. 47.
 

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