viernes, 5 de octubre de 2012

Encuentro con el Gran Maestro II

Domingo, 29 de abril


El templo de Confucio en Pingyao invita a la reflexión. Una brisa suave germina entre los sauces mientras las sóforas ofrecen sombra al transeúnte que llega. Nada hace pensar que fuera de este espacio acogedor la vida bulle en una amalgama de comerciantes y turistas. Mientras observo las estatuas de Confucio y sus discípulos, la vida del pensador retumba en mi mente una y otra vez. ¿Se parecía Confucio al rutinario Enmanuel Kant o fue un preludio del azaroso Tu Fu? Más bien creo que fue una simbiosis de ambos, un término medio, apropiado para aquel que predicó hasta la muerte la Doctrina del Medio de Oro o del «Equilibrio y la Armonía». No es de extrañar que una de las virtudes de ese "hombre superior" o "caballero" creado por Confucio fuese el «áureo medio». Así el sabio afirmaba: «El hombre superior es aquel que jamás se desborda en sus pensamientos». Y esto ocasionaba la justa réplica de la oposición para quienes seguir in extremis esta teoría implicaba tanto la inacción como la falta de apasionamiento. ¿Podrían haber existido entonces  Cervantes,  Miguel Ángel, Juana de Arco o Santa Teresa? 


 Nació Confucio en el pueblo de Qufu (anteriormente Tsow), estado de Lû, en la zona costera de la provincia de Shandong; vivió entre el 551 y el 479 a. de C. Fue contemporáneo de Heráclito y por diez años no coincidió con el nacimiento de Sócrates. De su vida, al igual que la mayoría de los filósofos presocráticos, no hay muchos datos fidedignos. Conocemos lo que nos aportan Los cuatro libros (el texto básico de la filosofía confuciana: Analectas, El libro de Mencio, La gran enseñanza, y El justo medio) y Sìmâ Qian, el primer historiador chino, quien en su Shî Jì o Crónica de la historia china nos habla del pensador.

Cubierta delantera


La vida de Confucio, al igual que la de muchos héroes y santos cristianos, está rodeada de hechos fabulosos. Juan Marín recoge una de las leyendas, en las que se narra cómo en el momento del nacimiento de Confucio «dos dragones velaron toda la noche junto a la puerta de la morada» mientras «las hadas encendían pebeteros de incienso que perfumaban el aire» . El dragón, fundamental en la cultura china, acompañaba siempre el nacimiento de los grandes hombres, y a veces, él mismo los engendraba. Lo que sí parece cierto es que Confucio pertenecía al clan familiar Kung; de hecho,  su casa natal en Qufu y posterior templo es una de las visitas de culto en China. Sus descendientes mantuvieron la morada del sabio hasta la mitad del siglo XX. Hecho mítico y  exclusivo en la historia universal si pensamos en un árbol genealógico de más de dos mil quinientos años de antigüedad.



Confucio perteneció a la pequeña nobleza de su tiempo. Se caracterizaba ésta por sus escasos recursos económicos y por su dedicación al estudio, a la política o a la armas; una clase semejante a la de nuestros paupérrimos hidalgos del Siglo de Oro. Su padre, Kung «el Viejo», fue un militar falto de dotes extraordinarios que engendró nueve hijas. La ausencia de un hijo varón constituía un drama debido a la creencia en la veneración de los antepasados. Los Ritos Ancestrales sólo podían hacerse por herederos hombres. Morir sin ningún hijo varón significaba que tu alma vagaría huérfana por el reino de los muertos. Por eso, su padre volvió a casarse con una joven adolescente mientras él se convertía en septuagenario. Cuando nació Confucio, tenía setenta años, y su segunda esposa, pocos más de trece. El anciano Kung moría tres años después, dejando a Confucio al cuidado de su joven madre. Lo que no podría llegar a imaginar es que su hijo iba a convertirse en el gran defensor de la Piedad filial, y que su moralidad, contraria a la política de su época, le haría vagar de príncipe en príncipe intentando mejorar la sociedad de aquel entonces. Pero no adelantemos acontecimientos.



 



Confucio fue un lector empedernido desde los primeros años llegando a escribirse de su infancia que no conoció más distracción que la de los libros. Se sabe que  desde niño destacó por su inteligencia pero que tenía un «dorso arqueado como el de un dragón, unos labios gruesos como de buey y una boca grande como el mar». Afortunado en intelecto, desafortunado en físico, y en este caso, también en amores. Se casó a la edad de diecinueve años con una joven de su misma clase social como exigía la tradición. Tuvieron un hijo y a los pocos meses Confucio fue abandonado por su esposa. Si su heredero no tuvo ningún interés cultural, su nieto,Tsú-Tszé, tomaría el relevo de su abuelo convirtiéndose en uno de los más importantes confucionistas. El sueño de Confucio era formar parte del consejo íntimo de los príncipes, pero nunca lo lograría. Desempeñó varios cargos públicos de poca importancia, como el de Intendente de Graneros del Duque de Lû, su primer trabajo. Empleo que interrumpió durante tres años para guardar luto riguroso por la muerte de su madre según establecía la costumbre ritual.



Fue entorno a estos años cuando surge su vocación filosófica – didáctica y Confucio comienza a enseñar. Si Sócrates criticaba a los sofistas de procurarse sólo alumnos solventes, Confucio hizo todo lo contrario. Se rodeó de una élite intelectual y moral, aunque tampoco desdeñó a la aristocracia. De hecho, gracias a dos de sus discípulos, parientes a su vez de un ministro del Emperador, Confucio pudo salir de su provincia y visitar por primera vez  la entonces capital del Imperio, Loyang. Tenía treinta y cuatro años. Pero de lo que allí le acontece y de sus años de madurez hablaré en la siguiente entrada. De momento, dejemos que sea el propio Confucio quien nos hable:
  
«El que cuida lo que sabe de antiguo y aprende cosas nuevas, podrá llegar a ser un maestro».
«El hombre superior es universal y no se limita, el hombre vulgar se limita y no es universal».
«Aprender sin pensar es inútil, pensar sin aprender es peligroso».
«¿Cómo se puede amar a alguien y no ser duro con él? ¿Cómo se puede amar a alguien y no instruirle?»
«No debe preocupar el no tener un puesto sino el hacerse digno de él; no debe preocupar el ser desconocido, sino el llegar a tener méritos por los que ser conocido».




Confucio, Analectas, Reflexiones y enseñanzas, Joaquín Pérez Arroyo (ed.), Barcelona, Círculo de Lectores, 1999.
Confucio, Los cuatro libros, J. Farrán y Mayoral (trad.), Barcelona, Editorial Maucci, 1961.
Juan Marín, Confucio o el humanismo didactizante, Buenos Aires, Austral, 1954.

No hay comentarios:

Publicar un comentario