viernes, 19 de octubre de 2012

Recuerdo infantil

Lunes, 30 de abril



La noche cae sobre Pingyao y la ciudad parece revivir. Los faroles rojos llenos de luz, los comerciantes cenando en sus puestos, los restaurantes de amplios ventanales abiertos invitando al interior. La calle que da a mi hotel no está asfaltada, ni diferencia el vial entre peatón y conductor. Por eso, puedes caminar por el centro, y apartarte cuando el claxon suene.




Los niños conviven tranquilamente en la calle y se entretienen sin ningún juguete ostentoso, simplemente el mejor que poseen: su imaginación. Su alegría me recuerda a mi infancia, cuando me reunía con mis vecinos, improvisando múltiples juegos, sin mayor advertencia que la de no alejarse mucho y tener cuidado con los coches. Al igual que en la India,  te sonríen y te saludan con un "hello". Apenas hablan inglés pero quieren mostrarte todo lo que han aprendido en el colegio, y te sueltan frases enteras fuera de contexto, o comienzan a decirte los números del uno al diez casi sin respirar. Quieren ver mi cámara, y hacerse una foto. Viven confiados, con sus padres cerca, trabajando en pequeños comercios, todos ellos familiares. Nacen y crecen entre la calle, su negocio, que es además su casa, y la escuela.








En China los niños están protegidos por sus familias pero sin el miedo que pude percibir en otros países como Guatemala. En el país americano los hijos de los indígenas se mantienen cerca de sus padres en todo momento; si intentas saludar a un pequeño o hacerle una carantoña se despliega toda una defensa y la sonrisa de sus progenitores se convierte en pánico. Es el único país visitado donde he percibido esta desconfianza. El lector se estará preguntando el motivo, y la razón es bien triste. La población indígena guatemalteca sufrió durante años el secuestro de sus niños. Aparecían mujeres y hombres blancos y desaparecían sus hijos. De ahí, el terror. En China, afortunadamente, esta crueldad es toda una excepción. Sus pequeños tienen una protección total no sólo por parte de sus familias, sino también del Estado. Por eso, disfrutan una infancia confiada, me atrevería a decir que feliz, aunque no tengan todos los medios materiales que muchos de nuestros niños europeos. Sin embargo, sus risas estridentes, su curiosidad, y la alegría con que se acercan a hablar contigo dan fe de que tienen una infancia plena, y ¡afortunados ellos!, que pueden reunirse y jugar tranquilamente en la calle.






















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