Domingo, 6 de mayo
Hay en Pekín citas ineludibles como la Ciudad Prohibida y la Gran Muralla. El Templo de los Lamas forma parte de ese conjunto arquitectónico imprescindible para el visitante. Mientras el Palacio Imperial permaneció vedado a la inmensa mayoría de los ciudadanos chinos también lo estuvo este inmenso lamasterio, accesible tan solo a sus monjes tibetanos y a la familia imperial. No soy la primera visitante española ni seré la última. Otros me precedieron, y algunos tan admirados y queridos como Vicente Blasco Ibáñez en 1923 y Antonio Colinas en 2002.
Ambos autores nos ofrecieron una nueva mirada del mismo. Por eso, la visita a este templo lamaístico irá guiada tanto por la visión realista del escritor valenciano como por la experiencia física y emocional que nos aporta el poeta leonés. Adentrarse en este recinto es abrirse a un mundo de nuevas sensaciones o en este caso, es mantener un diálogo con el pasado, una especie de chat a tres voces que nos conecta con nuestro presente mundo virtual.
La calle que recorro antes de llegar al templo de Yonghe Gong es todo un preludio del mismo. Una vecindad de sóforas ofrece sombra fresca entre la tenue luz. Justo en frente del lamasterio destacan las tiendas religiosas, apiñadas unas con otras, en competencia constante por ofrecer el mejor buda o por vender los inciensos de mayor calidad de todo Pekín. Un cúmulo de olores te penetra y la fragancia del jazmín, la rosa, o la lavanda entre tantos otros te deja sin olfato. El tráfico es intenso, por eso, cuando cruzas las puertas del monasterio, y te adentras en el recinto una calma te va envolviendo lentamente haciéndote olvidar el bullicio externo. El mundo en armonía parece abrirse a ti.
En el extremo Norte de Pekín, cerca de la muralla de la Ciudad Tártara, esparce sus diversos edificios el templo del Gran Lama, famoso en otros siglos. Más que templo es un vastísimo monasterio, habitado por bonzos venidos del Tíbet, a los que se unieron chinos budistas deseosos de recibir las doctrinas guardadas durante largos siglos por el Gran Lama en su misteriosa ciudad de Lassa. Este templo de Pekín llegó a albergar 1.500 bonzos, proveyendo los emperadores a la manutención de todos ellos y haciendo además cuantiosos donativos para embellecer y agrandar sus construcciones.
Mientras duró el Imperio, el templo del Gran Lama y su seminario de bonzos fueron tan cerrados y hostiles al extranjero como la Ciudad Prohibida. Con el triunfo de la República, llegaron para este monasterio la pobreza y el olvido. Los republicanos chinos son indiferentes en materias religiosas o profesan la filosofía de Confucio, el más alto personaje nacional .
La descripción que Blasco Ibáñez hizo del templo Yonghe Gong me acompaña mientras cruzo el umbral. Su libro, La vuelta al mundo de un novelista, fue escrito desde su residencia de Mentón, y publicado en Valencia en 1924. A lo largo de sus tres volúmenes el novelista nos describe los Estados Unidos, Cuba, Panamá, Hawai, Japón, Corea, Manchuria, China, Macao, Hong Kong, Filipinas, Java, Singapur, Birmania, Calcuta, India, Ceilán, Sudán, Nubia y Egipto. Podréis pensar que ante un viaje de tales dimensiones el escritor se limita a descripciones superfluas. Nada más lejos de la realidad. El autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis nos dejó una visión detallada y certera de los lugares que conoció.
El crecimiento actual de la ciudad de Pekín hace que el templo Yonghegong, templo de los Lamas o Palacio de la Paz y la Armonía, se encuentre prácticamente en el centro de la ciudad, al noreste de Tiananmen, próximo al segundo anillo. La muralla de la Ciudad Tártara fue destruida en los años 50 cuando Pekín es reestructurada con el objetivo de ensanchar calles y avenidas. El Palacio de la Armonía es su lamasterio más importante, con un eje principal que cruza los sesenta y seis mil cuatrocientos metros cuadrados. El complejo está formado por cuatro grandes patios y dos antojanas, en el que destacan tres grandes arcadas y cinco salones principales. Como muchos de los edificios históricos su función ha variado a lo largo del tiempo. El emperador Kangxi lo construyó en 1649 para su hijo Yong, quien una vez emperador seguía pasando temporadas en él. De hecho, fue su sala mortuoria en 1735. Nueve años después se convierte en templo lamaísta. Durante el Imperio gozó del privilegio y el apoyo de los emperadores pero su caída propició la decadencia del monasterio. Este es el panorama que se encuentra Blasco Ibáñez en 1923:
Para poder vivir han abierto los bonzos el templo del Gran Lama y lo muestran lo mismo que un museo. Algunos de ellos hasta aprendieron unas pocas palabras de inglés para pedir propina a los visitantes.
Como todos los monumentos chinos, es una agrupación de edificios sueltos, con patios enlosados de granito y un jardín de cedros seculares. En todo el Extremo Oriente no he visto nada que de una impresión de absoluta vejez como este templo caído en la pobreza.
Esta pagoda, majestuosa en otro tiempo, tiene ahora sus techumbres cubiertas de matorrales. Una variedad innúmera de plantas parásitas silvestremente floridas ha surgido entre las tejas, separándolas con el empuje de sus raíces. Los cuervos, eternos figurantes de todo cielo de Asia, revolotean sobre los patios o se alinean en los aleros, lanzando graznidos. Las maderas enormes de los techos están acribilladas por la carcoma y dejan caer poco a poco su corazón hecho polvo. Las columnas pierden sus estucos rojos y se motean de blanco con la viruela de la vejez .
Nada tiene que ver la actualidad con la decadencia narrada por el escritor valenciano. Esta pagoda sí vuelve a ser majestuosa, y su nueva restauración ha eliminado todo atisbo de carcoma y malezas. El rasgo común que caracteriza la arquitectura tradicional china es la de estar construida sin clavos, lo que permite una flexibilidad a prueba de movimientos sísmicos. En este caso, sus techumbres son un conjunto policromado en el que se alternan los colores verdes, azules, rojos con el dorado, otorgando al conjunto una visión alegre y juvenil. Las columnas visten sus nuevas túnicas granates con orgullo, como si fuesen conscientes de su pobreza reciente. Adentrarse en el actual templo de los Lamas después de haberlo visto a través de la mirada de Blasco Ibáñez es como pasar del cine en blanco y negro a la pantalla en color.