Domingo, 11 de marzo
Nada
me complace más cuando estoy en una ciudad nueva, que coger mi guía, examinar el plano y comenzar a caminar
buscando el lugar elegido mientras me pierdo constantemente entre sus calles y
la mirada curiosa de sus habitantes. El objetivo es llegar a Qian Men. Sin
embargo, cuando la vida de la ciudad te atrapa tan intensamente como lo hace
Pekín, el peligro está en no llegar nunca al lugar deseado. Y eso es lo que me
ocurre mientras contemplo la antigua muralla que separaba la Ciudad Prohibida
de la Ciudad China, o la parada del autobús, llena de gente que lee, habla o
fuma con una calma alejada del Pekín estresante que anhela ser la primera
potencia mundial.
Me
adentro por los hutongs del distrito de Dashilar mientras contemplo la
auténtica China, esa que no aparece precisamente en todas las guías, y donde
sus habitantes semejan vivir hoy igual que hace cientos de años. Si llevasen
coleta y trajes orientales podría estar
aún hoy en el Pekín imperial.
Sus calles grises y estrechas, los callejones abiertos, sus restaurantes sin
las condiciones higiénicas mínimas y sus Salones de Te tan alejados del
esplendor de los Salones turísticos hacen que me sienta una intrusa en casa
ajena, como si estuviese explorando la trastienda prohibida de un comercio.
A pesar de ser la única occidental
nadie me mira, y no me siento intimidada. Éste es uno de los rasgos que más me
gusta del pueblo chino, la tranquilidad que irradian sus gentes. Te pierdes por
las calles de Pekín y puedes ver multitudes caminando, algunos estresados,
otros con más calma, pero sin atisbo de violencia. El lema vive y deja vivir
bien podría definir este pueblo, al menos en apariencia. La protección es
absoluta, incluso aquí, en este lugar donde no aparece ninguna cámara de
seguridad, ni tampoco ningún guardia de barrio. O simplemente no interesa esta
gente, o no se les considera peligrosos. Cuando llego a Langfang Ertiao
descubro una tienda de antigüedades y algo mejor, una librería con un encanto
especial. Dudo si entrar o no, pues me imagino que todos los libros estarán en
chino, pero al final, me vence la curiosidad. Sus anaqueles repletos, un ligero
desorden, y el polvo de quien lleva en silencio cientos de años me incitan a abrir
la puerta. Mi olfato, esta vez, no me engaña. Acabo de adentrarme en el corazón del auténtico Pekín.
Cui
Yong es el propietario de la librería. Estudió Economía y su camino brillante
como financiero comenzó a tambalearse cuando en el 2007 vio cómo el barrio en
el que había nacido, Ganjing Hutong, era derribado sin ningún miramiento. Este
hecho hizo que comenzase a interesarse por la historia de Pekín, y que poco a
poco, fuese reuniendo información sobre el pasado de su ciudad: libros, mapas,
cartas, incluso fotografías y cuadros
conforman una librería con sabor antiguo en la que se pueden encontrar
no sólo manuscritos del siglo XVII sino también relojes antiguos y hasta una
lápida de piedra. Los eruditos pequineses confían en Cui Yong y él cuida a sus
clientes. Me enseña libros escritos por amigos suyos, algunos con un reconocido
prestigio y otros, esperando la luz en las estanterías.
Aunque la comunicación no es fácil, pues él
apenas habla inglés, nada de español, y yo, tres palabras en chino, logro
enterarme de la historia de su familia. Seis generaciones de pekineses que
vivían en este lado de la ciudad, y que en aquel entonces, a principios de
siglo, eran propietarios de gran parte de Langfang. Lo que hoy es librería fue el hogar de sus
antepasados. Cui Yong se siente orgulloso y me enseña la foto de sus
tatarabuelos, bisabuelos y abuelos. Vestidos con ropa oriental, largas trenzas
en las espaldas, y peinados increíbles en las mujeres, la foto parece haber
sido sacada de un fotograma de El último
emperador de Bertolucci. Mi nuevo
amigo lamenta cómo con el comunismo perdieron todas sus posesiones y tuvieron
que trasladarse a otra parte de la ciudad. Por eso, Cui Yong, sólo tiene un
objetivo: que la historia del antiguo Pekín no desaparezca, aunque del pasado
sólo queden las páginas.
El mundo de
Cui Yong parece detener el tiempo. A la salida de su librería me doy cuenta de
que comienza a anochecer y que hoy, ya no veré las torres de Zhengyiang Men y Jian Lou. Al igual que
muchos de los libros de Zhengyang, la visita que había planificado tendrá que
esperar.
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