Miércoles, 21 de marzo
Mis
alumnos me proporcionan un conocimiento de China mucho más profundo que mis
observaciones sobre las calles de Pekín. Todos parecen regirse por un código de
valores consuetudinario, más eficaz que si estuviese impreso en la ley. La belleza es un valor en alza para estos
jóvenes menores de veinticinco años, pero no el único; además de los ojos
grandes y la tez blanca, se fijan en los idiomas que habla una persona, en si
sabe tocar un instrumento musical, en si es deportista o no, y en las notas.
Todos son competitivos. Este hecho es razonable si pensamos que estos chicos
fueron seleccionados desde las provincias más recónditas de China hasta el
mismo Pekín para hacer un examen de acceso. La selección comenzó ya por su
expediente. Notas bajas significaba no tener derecho ni a la solicitud de
entrada. Por eso, cuando en una de mis
excursiones fui a conocer el Instituto Cervantes, la joven periodista en
prácticas que me atendió, me confesó que su sueño había sido estudiar en la
Universidad de Estudios Extranjeros de Pekín pero que le fue imposible entrar
porque sólo elegían a las mentes más lúcidas del país. Como contrapartida, estos jóvenes tienen una
gran presión sobre sus hombros. La mayoría de ellos son hijos únicos, y la
sociedad les impone terminar la carrera, conseguir un trabajo, si es de
funcionario mucho mejor, y casarse. De esta forma, el día que les toque atender
a sus padres, porque aquí no hay seguridad social y rige la piedad filial, podrán hacerlo.
Entre
los alumnos más libres o con menos peso de la sociedad china está 李嘉炜 Li Jiawei (Enrique), un joven de 22 años
que vive a caballo entre Shangai y Nueva
York. Quique, además de estudiar al mismo tiempo dos licenciaturas, ha formado parte del equipo de natación de la
universidad durante los últimos cuatro años. Me comenta que la piscina de la
universidad es de 50
metros de largo, que es la mejor de Pekín, y que está limpia. El único problema que
tiene es la gran cantidad de gente que va y que te impide nadar cómodamente. Me
explica que si saco un carnet especial
tendría acceso a la zona de entrenamiento del equipo y así podría hacer algo de ejercicio ya que en la zona no
restringida es imposible. Me comenta que la prueba es muy sencilla, y que
consiste en nadar un poco. A mi me parece una magnífica idea el poder practicar
algo de deporte y descansar los hombros y la espalda, porque ya sabemos la
consecuencia de las muchas horas de silla y ordenador .
Quedamos a las
cuatro de la tarde y me acompaña. Le explica mi caso al socorrista encargado de
estos temas, y me dicen que comience a nadar. Así es que allí me puse a hacer
un largo pensando que sería suficiente. Como me imaginaba que cincuenta metros
ya estarían bien, decido nadar a crol para ir un poco más rápido. Cuando llego
al final veo al monitor que me indica en su claro chino, que no entiendo salvo
por los gestos, que de la vuelta y haga otro largo. Esta vez prefiero hacerlo a
braza porque ya me voy cansando. Lo mejor es que cuando llego al final de los
cien metros, vuelvo a ver los ojos negros del socorrista indicándome que otra
vuelta más. Y Li Jiawei saltando
entusiasmado y diciéndome: ¡ánimo, profe, que ya queda poco! Bueno, no sé ni
cómo llegué al final, porque a los 150 metros me faltaba la respiración y en el
cuarto largo sólo oía a Quique diciéndome ¡ánimo, profe, que ya queda poco!
Fuese por orgullo, fuese porque uno comienza a nadar, coge el ritmo y no para,
finalmente terminé los doscientos metros y me dieron el carnet. Pero lo mejor
aún estaba por empezar. Li Jiawei, tan
encantador, se pone en mi misma calle y me dice: y ahora, a entrenar, piensa
que lo mínimo para comenzar a estar en forma es nadar veinte largos, es decir,
dos mil metros …
No hay comentarios:
Publicar un comentario