viernes, 20 de abril de 2012

A por el oro olímpico

Miércoles, 21 de marzo


            Mis alumnos me proporcionan un conocimiento de China mucho más profundo que mis observaciones sobre las calles de Pekín. Todos parecen regirse por un código de valores consuetudinario, más eficaz que si estuviese impreso en la ley.  La belleza es un valor en alza para estos jóvenes menores de veinticinco años, pero no el único; además de los ojos grandes y la tez blanca, se fijan en los idiomas que habla una persona, en si sabe tocar un instrumento musical, en si es deportista o no, y en las notas. Todos son competitivos. Este hecho es razonable si pensamos que estos chicos fueron seleccionados desde las provincias más recónditas de China hasta el mismo Pekín para hacer un examen de acceso. La selección comenzó ya por su expediente. Notas bajas significaba no tener derecho ni a la solicitud de entrada.  Por eso, cuando en una de mis excursiones fui a conocer el Instituto Cervantes, la joven periodista en prácticas que me atendió, me confesó que su sueño había sido estudiar en la Universidad de Estudios Extranjeros de Pekín pero que le fue imposible entrar porque sólo elegían a las mentes más lúcidas del país.  Como contrapartida, estos jóvenes tienen una gran presión sobre sus hombros. La mayoría de ellos son hijos únicos, y la sociedad les impone terminar la carrera, conseguir un trabajo, si es de funcionario mucho mejor, y casarse. De esta forma, el día que les toque atender a sus padres, porque aquí no hay seguridad social y rige la piedad filial,  podrán hacerlo. 




            Entre los alumnos más libres o con menos peso de la sociedad china está  李嘉 Li Jiawei (Enrique), un joven de 22 años que  vive a caballo entre Shangai y Nueva York. Quique, además de estudiar al mismo tiempo dos licenciaturas,  ha formado parte del equipo de natación de la universidad durante los últimos cuatro años. Me comenta que la piscina de la universidad es de 50 metros de largo, que es la mejor de Pekín,  y que está limpia. El único problema que tiene es la gran cantidad de gente que va y que te impide nadar cómodamente. Me explica que si saco un carnet especial  tendría acceso a la zona de entrenamiento del equipo y así podría  hacer algo de ejercicio ya que en la zona no restringida es imposible. Me comenta que la prueba es muy sencilla, y que consiste en nadar un poco. A mi me parece una magnífica idea el poder practicar algo de deporte y descansar los hombros y la espalda, porque ya sabemos la consecuencia de las muchas horas de silla y ordenador .


Quedamos a las cuatro de la tarde y me acompaña. Le explica mi caso al socorrista encargado de estos temas, y me dicen que comience a nadar. Así es que allí me puse a hacer un largo pensando que sería suficiente. Como me imaginaba que cincuenta metros ya estarían bien, decido nadar a crol para ir un poco más rápido. Cuando llego al final veo al monitor que me indica en su claro chino, que no entiendo salvo por los gestos, que de la vuelta y haga otro largo. Esta vez prefiero hacerlo a braza porque ya me voy cansando. Lo mejor es que cuando llego al final de los cien metros, vuelvo a ver los ojos negros del socorrista indicándome que otra vuelta más. Y  Li Jiawei saltando entusiasmado y diciéndome: ¡ánimo, profe, que ya queda poco! Bueno, no sé ni cómo llegué al final, porque a los 150 metros me faltaba la respiración y en el cuarto largo sólo oía a Quique diciéndome ¡ánimo, profe, que ya queda poco! Fuese por orgullo, fuese porque uno comienza a nadar, coge el ritmo y no para, finalmente terminé los doscientos metros y me dieron el carnet. Pero lo mejor aún  estaba por empezar. Li Jiawei, tan encantador, se pone en mi misma calle y me dice: y ahora, a entrenar, piensa que lo mínimo para comenzar a estar en forma es nadar veinte largos, es decir, dos mil metros 





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