miércoles, 17 de octubre de 2012

Donde habite el olvido


Lunes, 30 de abril



Antes de que anochezca decido terminar mi visita de la calle Oeste. El museo de artes marciales Hui Wu Lin es un conjunto de patios y salas donde se entrenaba el antiguo ejército de la ciudad. La sobriedad reviste el conjunto gris y terracota de sus paredes y tejados. En el centro destaca el patio de entrenamiento con el símbolo del yin y el yang. Diferentes banderas de distinto tono y color adornan sus pórticos. Hay también un templo presidido por Buda, así como una cocina con antiguos aperos gastronómicos.






Lanzas de distintos tipos, machetes, o espadas se suceden sin llegar a formar una oploteca; el turista más osado, si se atreve, puede medir su fuerza con alguno de ellos. Todos son de hierro, bastante pesados, semejantes a las armas que se usaban en Europa en la Edad Media.







Próximo a Hui Wu Lin se encuentra el primer banco de China, el Ri Sheng Chang. Fue la primera entidad financiera que expidió letras de cambio en 1823 llegando a poseer treinta cinco sucursales en su momento más álgido. Guardaba el dinero de sus clientes, concedía préstamos y cambiaba moneda. Fundado por un rico mercader, Li Dajin, estuvo estrechamente vinculado al devenir de la ciudad. Se restauró en 1995 convirtiéndose en el Museo del Banco Antiguo de China. A él llegaron muebles y objetos de otros antiguos centros económicos del país.





Pero el Rishengchang tiene además una historia local que explica su fama. Una mendiga fue con una letra de cambio por un valor de doce mil taels. Después de examinarla detalladamente el cajero se dio cuenta de que la letra había sido expedida mucho tiempo atrás, cuando el emperador Tongzhi estaba en el poder. El empleado fue a consultar los libros de cuentas antiguos y comprobó que el dinero había sido depositado en la sucursal de Zhang Jiakou donde el esposo de la anciana había hecho negocios. Antes de regresar a Pingyao murió a causa de una enfermedad sin volver a verla. Su viuda se quedó en la miseria, teniendo que mendigar para poder sobrevivir. Pasaron treinta años hasta que un día, revisando por casualidad la chaqueta que llevaba su marido en el momento de morir, encontró en uno de los bolsillos la letra de cambio. Desde entonces, Rishengchang pasó a la historia por ser uno de los bancos más sólidos y fiables.







La planicie de Pingyao la convierte en un lugar idóneo para pasear. El entretejido de sus calles y callejuelas me llevan justo al muro interior de la muralla. Descubro que no está revestido con ladrillos como su zona externa. Su pared arcillosa por la que se cuelan árgomas y malas hierbas le restan toda la majestuosidad del exterior. Una estrecha calle separa el muro de las casas, muchas de ellas construidas de barro, otras con ladrillo, pero todas paupérrimas, algunas abandonadas, en franco deterioro. Me doy cuenta de que estoy en la parte más pobre de Pingyao, la cara oculta que no se muestra al visitante, aunque tampoco se le prohíbe su entrada. 



Entre la miseria y el olvido, se alza la única iglesia católica de Pingyao. No sólo el barrio en el que se encuentra es una tristeza sino también sus muros grises, y su interior, sencillo, con pinturas de escasa calidad artística, la antítesis a nuestras iglesias barrocas. Una señora anciana reza el rosario en zapatillas. Otra mujer, ora con los ojos cerrados. La tarde va cayendo. Hay suciedad en las calles, y los ancianos, sentados en talluelas a las puertas andrajosas de sus casas, te miran pasar. Una calma doliente me recuerda el crepúsculo de los pueblos de Castilla, pero aquí la nostalgia es incluso mayor.





 El cielo contaminado con su sol oculto entre una niebla constante, los grises y terracotas acompasando el ritmo monocorde del paisaje, me traen, no sé muy bien porqué, el recuerdo de Quevedo:

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
 por quien caduca ya su valentía.
Salime al campo: vi que el sol bebía
 los arroyos del hielo desatados,
 y del monte quejoso los ganados
 que con sombras hurtó su luz al día. 
 Entré en mi casa: vi que mancillada
 de anciana habitación era despojos,
 mi báculo más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
 que no fuese recuerdo de la muerte.



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