Domingo, 29 de abril
«Confucio dijo: A los quince años mi voluntad se aplicaba al estudio. A los treinta estaba firme. A los cuarenta no tenía dudas. A los cincuenta conocía el Mandato del Cielo. A los sesenta podía escuchar las verdades sin dificultad. A los setenta podía seguir lo que mi corazón deseara sin hacer el mal».
En la entrada anterior habíamos dejado al sabio Confucio con treinta y cuatro años, recién llegado a la capital. Una vez allí, el maestro de Qufu se dirigió a la Biblioteca del Imperio, cuyo archivo estaba en manos de un anciano octogenario, el gran filósofo Lao – Tszé. El encuentro no dejó indiferente a Confucio quien al regresar de nuevo con sus discípulos se presentó abatido y conmocionado de tal forma que les dijo a sus seguidores:
- Conozco que los pájaros pueden volar; sé también que los peces nadan y que los animales corren libremente por las praderas. Pero el corredor puede ser laceado, el nadador cazado con arpón y el pájaro atravesado por una flecha en mitad de su vuelo. Existe, sin embargo, el «Dragón»; no sabría yo deciros cómo monta en el viento, cabalga sobre las nubes, desciende a las aguas o asciende a lo más alto de los Cielos. ¡Hoy he visto a Lao – Tszé! ¡Sólo puedo compararlo con el Dragón! .
No queda constancia de la entrevista o de cómo sería el comportamiento que el joven filósofo mantendría ante el aquel entonces Gran Maestro. Pero leyendo la contestación que el padre del taoísmo le brindó a Confucio no queda ninguna duda. El joven pensador, plagado de vanidad, probablemente se pondría a disertar con aires de superioridad igual que acostumbraba hacer con sus discípulos. Pero esta vez, quien le escuchaba era otro sabio con muchos más años en su haber. No es difícil de imaginar a Confucio, un joven provinciano con muchos conocimientos, tratando de deslumbrar al maestro. Según cuenta el historiador Sìmâ Qian la respuesta de Lao Tszé fue la siguiente:
- Aquellos de quienes me habláis – los emperadores Yao y Shun – muertos están y sus huesos no son hoy más que polvo y cenizas. Quedan únicamente sus palabras. El hombre superior siempre llega, a su debido tiempo, a la meta. Pero, aquél que intenta alcanzar la fama prematuramente, en vano se agita y mueve como si sus pies estuvieran enredados o adheridos al suelo. He oído decir que el buen comerciante, aunque posea valiosos tesoros bien guardados, se muestra siempre como si fuera un hombre pobre. Y también el hombre superior, aun cuando sea un sabio perfecto y completo, aparenta el aire de un estúpido. ¡Dejad a un lado vuestros modales pretenciosos y vuestras desenfrenadas ambiciones! ¡Abandonad esas maneras insinuantes que tenéis para con los poderosos y olvidad vuestros insensatos apetitos! Todo eso, al final de cuentas, de nada os servirá. ¡Y esto es todo cuanto tengo que deciros!
Pero esto no fue todo lo que el «Viejo Filósofo» le dijo a Confucio. El padre del taoísmo le envió una nota de despedida justo antes de que abandonase la capital. De su actitud podemos deducir que la inteligencia del joven, pese a su presuntuosidad, no le dejó indiferente. En ella le recomendaba nuevamente humildad y discreción:
- He oído decir que las gentes ricas se intercambian presentes de dinero y que las personas amables lo hacen con consejos. He aquí el consejo que quiero daros: un hombre de intelecto brillante pone, a menudo, su vida en grave riesgo a causa de sus críticas a las demás gentes; un hombre docto y bien leído suele también comprometer su vida por su tendencia a mostrar las debilidades de las demás personas. ¡No penséis de vos mismo únicamente como si fuerais un ministro de la Corte o un hijo de ministro!
Una vez de regreso al ducado de Lû, Confucio siguió con sus enseñanzas mientras progresaba en la Administración pública. Pero los tiempos de estabilidad se vieron truncados cuando el duque, como consecuencia de las luchas intestinas entre clanes fue derrocado teniendo que huir. Regresaría quince años después. Su fiel servidor no dudó en acompañarle al exilio.
Fue un tiempo de peregrinaje en el que Confucio acompañado de sus discípulos se ganaba la vida con sus enseñanzas. A su regreso, el duque recompensó la fidelidad del Sabio nombrándole subsecretario de Justicia. El Maestro de Qufu pudo ver cumplido en parte su sueño, y comenzó a poner en práctica sus enseñanzas de honestidad, orden, respeto a las jerarquías, y justicia. El estado de Lû inició entonces una época de esplendor que no pasó desapercibida a los otros estados. Temerosos del poder que podría llegar a alcanzar, los enemigos del Duque decidieron combatirle de una forma inteligente y menos costosa que la guerra: le enviaron como regalo un ejército de jóvenes bailarinas para su harén y caballos de pura sangre para sus establos. De esta forma el estado de Tché aseguraba la buena relación con el estado de Lû e impedía la influencia de Confucio. Parece ser que la inteligente táctica funcionó porque el Duque se olvidó de su consejero y comenzó a disfrutar la maliciosa dádiva. Confucio deambuló durante tres meses de su casa al palacio ducal intentando ser escuchado.
Cuando se dio cuenta de que sus prédicas eran totalmente inútiles y de que sólo producían el hastío del Duque presentó su dimisión y comenzó una vida de peregrinaje. Acompañado de sus discípulos, recorrió los estados de Wei, Tsin, Chin y Tsú con la esperanza de que los príncipes valorasen su sabiduría y le tomasen como consejero. Pero ocurrió todo lo contrario. Confucio, con sus teorías de honestidad, equilibrio, y honradez sólo despertaba la cólera de unos dirigentes corruptos que veían en él una amenaza. De estado en estado, de fracaso en fracaso, el maestro de Qufu intentó adentrarse en el ducado de Ching, más allá del río Amarillo. Al enterarse su dirigente de los planes del filósofo, hizo decapitar a dos de sus ministros y letrados, discípulos indirectos de Confucio, con el fin de disuadir los planes del Maestro. Éste se enteró de la noticia en las orillas del Río Amarillo componiendo entonces unos versos:
que sin límites corréis en vuestro curso!
Es la voluntad del Cielo, ciertamente,
que yo jamás cruce el río Amarillo».
El filósofo deambuló durante trece años hasta que sintiéndose viejo y fracasado decidió regresar a su casa de Qufu. Era el año 478 a.C. Las últimas palabras del sabio dan cuenta de su frustración y tristeza: «Puesto que ningún Príncipe de esta época tiene inteligencia suficiente para comprenderme, más vale que yo muera, pues mis planes a nada conducirán». Y eso fue lo que hizo, dejarse morir. Durante siete días no volvió a tomar ningún alimento ni tampoco habló con nadie. Murió a los setenta y tres años, rodeado de sus más fieles seguidores. Con él se iniciaba el confucionismo, una doctrina moral y filosófica que iría perfeccionándose con el tiempo gracias a discípulos como Tsú - Tszé o Mencio. Forma junto con el taoísmo y el budismo la esencia de la ética y el pensamiento del pueblo chino.
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