Domingo, 29 de abril
Confucio dijo: «Cuando veamos personas ilustres pensemos en igualarlas, cuando veamos personas llenas de defectos, volvámonos hacia dentro y examinémonos».
(Analectas, IV, 14)
Nan Dajie o la calle Sur divide el centro económico y político de Pingyao con el centro espiritual. El raciocinio urbanístico de la dinastía Han no sólo se deja ver en el trazado cruciforme de sus calles, sino también en la disposición de sus edificios. Si a un lado se encuentran la banca y la oficina del antiguo gobierno en el otro emergen sus santuarios. La filosofía de esta ciudad parece ser un recordatorio de la condición humana: regida por la razón, mezcla de materia y espíritu.
Si la base de Occidente se asienta sobre la cultura greco – latina y el cristianismo, China se consolida gracias al confucionismo, al taoísmo, y al budismo. Por eso, para comenzar el recorrido histórico elijo el templo de Confucio, aunque sea el santuario más lejano de la calle Norte.
Al igual que la gran mayoría de edificios emblemáticos con más de mil años de antigüedad ha sufrido diversas reconstrucciones. Su origen se remonta al reinado del emperador Taizong (762 – 779) durante la dinastía Tang (618 – 907 d.C.). Sin embargo, su estado actual es gracias a la intensa reparación que se produjo en el siglo XII bajo el reinado del emperador Jindading. Es uno de los templos dedicados al filósofo de Qufu más antiguos de China, anterior incluso a los de Pekín, o Nanjing. Es también el santuario que guarda la mayor cantidad de esculturas de todo el país. Imágenes del Gran Maestro y sus discípulos revisten el interior llegando a la cantidad nada desdeñable de 87 efigies.
Confucio era, antes de mi llegada al Celeste Imperio, un nombre famoso en la historia pero un gran desconocido en la realidad. Sabía que era chino, que había nacido varios siglos antes de Cristo, y que era filósofo. Pero ni en Filosofía de COU ni en la Historia de la Humanidad de primero de Bachiller se estudia nada del lejano oriente. Por eso, mi conocimiento sobre esta vasta cultura se reducía a los tópicos de siempre: comida con palillos, ojos rasgados, físico idéntico, cultura ancestral, y superpoblación. También algunas experiencias personales ampliaron mi convencional miopía: la lectura de Marco Polo o la Antología de Marcela de Juan, y años antes, el festival de ballet clásico en el que varias de las alumnas, vestidas con kimonos emulábamos a niñas chinas bailando con una caja de música entre las manos y una sombrilla de paja y papel a nuestras espaldas. Tenía tres años y en aquel entonces no sabía que el kimono era propio del Japón y que en China se utiliza otro vestido tradicional, el qipao.
Tuvieron que pasar varios lustros para que el Celeste Imperio comenzase a hacerse eco en el ámbito internacional europeo. Primero, el horror de Tian’ amen; después una dictadura que fue poco a poco abriéndose al capitalismo, coqueteando con Occidente, hasta llegar a convertirse en una de las primeras economías mundiales. Sus ciudadanos fueron llegando a España, abriendo tiendas, trabajando sin descanso, y en menos de quince años, lograron hacerse un hueco en el mercado nacional de bajo coste. Ahora, su objetivo es competir en el de la clase media acomodada (si es que no se la lleva la crisis antes): ¡pobres pequeños propietarios! y ¡pobre Corte Inglés!
Mientras los obreros en China producían de lunes a domingo las veinticuatro horas del día, en España comenzaban a abrirse las primeras academias de chino mandarín y la Escuela Oficial de Idiomas iniciaba nuevos cursos sobre esta lengua. Si para obtener un nivel óptimo de inglés, francés o alemán eran necesarios seis años, para el chino mandarín se necesitaban once; es decir, un esfuerzo de titanes y una buena dosis de paciencia.
También Confucio pregonaba esta ardua virtud, aunque la enseñanza sobre la misma llegó principalmente a España a través de un cuento chino recogido de la tradición taoísta. Creo que el bueno de Confucio me perdonará si pospongo su historia y finalizo con esta perla oriental. Y ¡ojo lectores! no os perdáis la vida de Confucio de la siguiente entrega, tan alada como la de nuestros héroes griegos, y tan pragmática como la de nuestros jurisconsultos romanos. Pero antes, voilá La Paciencia:
Un joven letrado acababa de aprobar las oposiciones de mandarín. Antes de tomar posesión de su primer destino oficial, organizó una fiesta con sus condiscípulos para celebrar el acontecimiento. Durante la velada, uno de sus amigos, que ocupaba un cargo desde hacía algún tiempo, le dio un consejo:
- Sobre todo, no olvides esto: la mayor virtud del mandarín es la paciencia.
El funcionario novato saludó respetuosamente al veterano y le agradeció cordialmente esta preciada recomendación.
Un mes más tarde, durante un banquete, el mismo amigo le recomendó una vez más que se esforzase mucho en la paciencia. Nuestro joven letrado le dio las gracias con una sonrisa divertida.
Al mes siguiente, se cruzaron en los pasillos cubiertos con fieltro de un ministerio. El veterano agarró por la manga al principiante, se lo acercó de un tirón y le sopló al oído su sempiterno consejo. Contraviniendo la acolchada etiqueta que era de rigor en los edificios oficiales, el otro retiró bruscamente su manga de seda y exclamó:
- ¿Me tomas por un imbécil o qué? ¡Es la tercera vez que me repites lo mismo!
Mientras un cortejo de dignatarios indignados se volvía, el mentor declaró:
- ¿Ves?, hago bien repetirlo. ¡Mi consejo no es tan fácil de poner en práctica!
Un momento de cólera es quemar en un instante
la madera acumulada desde hace mucho tiempo.
Fauliot, Pascal, Cuentos de los sabios taoístas, José Pedro Tosaus (trad.), Barcelona, Paidós, 2007, pp. 137-139.
La cólera no es algo de lo que avergonzarse, aunque en la portada de ese libro ponga "cuentos de sabios taoístas". Yo también soy sabio y te digo que la cólera misma, de vez en cuando, alimenta la paz de uno mismo. ¡Hay que comer de todo, niña! Y a veces hay que poner a los pesados en su sitio, aunque luego esos mismos pesados cuenten cuentos acerca de cómo es uno. Si yo fuera el joven funcionario del cuento que colgaste, cogería del brazo al viejo para que él mismo predicase con el ejemplo a ver qué tal se le daba. Tengo, por parte de mi padre, sangre de la cuenca -es de la Pola- y, como León Felipe, me sé todos los cuentos.
ResponderEliminarYa veo que eres buen hijo de la Pola y que por tus venas corren "gotas de sangre jacobina". Por eso, porque a mi también me dan ganas de coger al mandarín consejero y hacerle callar, he puesto el cuento, porque ofrece una visión contraria a lo que creo que haríamos la mayoría de todos nosotros. Pero en China... todo es diferente.Más adelante contaré una de las anécdotas de cómo allí está mal vista la cólera y sobre todo, el protestar. Es de mala educación. A mi me han mirado fatal, precisalmente por esto, pero esta anécdota la contaré más adelante. Es un tema del que da mucho que hablar. Gracias por tu comentario. Catarina
ResponderEliminarNo hay de qué. Pero independientemente de lo que está bien visto en China insisto en que no hay que reprimirse. Moderación y educación (y adaptación al entorno) siempre; represión y abdicación, jamás. Si algún comportamiento es verdaderamente irritante, ¿qué hay de malo en irritarse y plantar cara a quien sea? Si no lo haces, te pisan. A mí me parece hermoso cuando alguien pone en su sitio a otro con razón. Se ve, por lo que me dices, que en China, como en todas partes, aún tienen el prejuicio social de lo que es bueno y lo que es malo, pero yo digo que lo bueno y lo malo cualquiera sabe lo que es por instinto de la conciencia y por la más básica educación. No hay que hacer caso a nada más. Sólo la parte humana del hombre puede avergonzarse de su ira. Su parte divina, que la tiene, no se avergüenza de irritarse frente al mal, que tantos disfraces viste. En el cuento, el funcionario viejo se cree más listo y más sabio que nadie. Y, como dijo Sócrates, "sólo Dios es el verdadero sabio".
ResponderEliminarTe contaré una anécdota que me contó mi padre. Cuando él era un niño de diez o doce años, en las fiestas de no sé dónde -cerca de La Pola- pese a ser pequeñín se llevaba de calle (en su versión más inocente, supongo) a todas las chavalas. Pues bien, a La Pola fueron en su busca un grupo de niños; y al verlo solo cerca de su casa -frente al antiguo campo del Titánico- le dieron una paliza. Pero al poco mi padre empezó a ver, desde el suelo, que los siete u ocho niños que le estaban pegando empezaban a volar. Era mi abuelo, que pasaba por allí y les dio un sopapo con la mano abierta a cada uno. Evidentemente, aquellos niños no volvieron a por mi padre, que aprendió a defenderse además de a ligar. ¿No es una historia más hermosa que la del funcionario?